Un monstruo con mayúsculas

Un monstruo con mayúsculas

 Era un monstruo, uno con mayúsculas. Aunque era diminuto, prácticamente indetectable. Eso lo convertía en un arma especialmente terrible. Y apenas acababa de nacer.

 Tenía fuertes cualidades. Se desplazaba sin dificultad por todo tipo de superficies, formaran o no parte de seres vivos (o que lo hubieran estado alguna vez). También le gustaba el agua, aunque si desperdiciar los lugares secos y desprovistos a primera vista de vida. Era inquieto, y anhelaba volar cual hoja llevada por el viento. Le gustaba entrar en contacto con todo tipo de formas de vida, pero sentía una fuerte predilección por los humanos.

 Los humanos... Los únicos seres de la cadena trófica que despreciaban el equilibrio, amaban matar por matar y se volvían unos contra otros a la menor provocación. Humanos, esos seres que aun siendo producto de la Naturaleza se dedicaban con ansia a destruirla. Humanos... ¡Cuánto amaba a los humanos!

 De ellos aprendió a saltarse las reglas, a reescribirlas para que le permitieran alcanzar sus fines sin importar qué o quién se le pusiera delante. Aprendió que no había que dejarse amilanar por nada, que la ética y las convicciones morales no eran más que papel mojado.

 Oh... También adoraba el papel. Fuera a donde fuera hallaba papel, ya estuviera en los libros de los intelectuales o en las facturas impagadas de los morosos. Le gustaba todo tipo de papel, pero el que más de entusiasmaba era el papel higiénico. ¡Cómo lo atesoraban los humanos, como si fuera a salvar sus vidas en lugar de condenarlas! Pues, en cuanto oían hablar de su existencia y, especialmente, de su proximidad, corrían a las tiendas para hacer acopio de papel higiénico. ¿Para qué comprar comida, medicinas o productos de limpieza -parecían decir- si podemos comprar papel higiénico? Sirve para todo: vale para jugar, escribir, hacer deporte o manualidades y, a veces, hasta vale para limpiarse el culo.

 Estúpidos humanos...

 Luego también estaban aquellos que criticaban a los que hacían este acopio de "papel del culo". Unos de manera hiriente, llegando incluso a mentar a las benditas madres de estos incautos. Pero la mayor parte de ellos lo hacían a través del humor. Como cada vez más de sus gobiernos decretaban órdenes de quedarse en casa para luchar contra lo que ya consideraban una pandemia global -cómo le enorgullecía lo pronto que había adquirido ese apelativo- se aburrían.

 Porque los humanos, con el paso de los años y los siglos, habían perdido esa tan valiosa cualidad que es disfrutar del paso del tiempo. Simplemente disfrutar de su paso, sin necesidad de camuflarlo, alargarlo o acortarlo. Simplemente existir. Largos siglos ha, los humanos eran capaces de aprovechar sus ratos libres para, por ejemplo, observar las nubes y reflexionar. Reflexionar sobre la vida, el universo y todo lo demás.

 Pero en la actualidad habían perdido esa capacidad tan útil. Apenas pasados cinco minutos de contemplación su mente se ponía a mil por hora demandando acción. Y si esa acción fuera al menos física habría redundado en un beneficio para su salud. Pero no; en su mayoría la acción suponía más sedentarismo acompañado de ingesta de alcohol y/o consumo de pantallas. Estas pantallas no eran algo que ingirieran, sino que eran unos extraños aparatos a través de los cuales veían cómo otros humanos hacían cosas o perdían el tiempo como ellos.

 Estúpidos humanos...

 Casi podía considerar que sus acciones eran un acto de misericordia para la raza humana, en lugar de algo vil y cruel como ellos decían. De hecho, estaba convencido (o convencida, ya que no consideraba que el seño fuese relevante) de que, aun no habiendo nacido, a la raza humana no le quedaban más que tres telediarios.

 Un ejemplo de esto eran las guerras. Esas contiendas interminables (cuando una parecía acabar, se habían iniciado un par más en otros lugares) que les mantenían siempre al borde del colapso total y, últimamente, del invierno nuclear. Era habitual escuchar a los humanos decir que, de producirse éste, las únicas supervivientes en todo el planeta serían las cucarachas. Y a pesar de ello no hacían nada por evitarlo. Ni presión social ni fuerza de grupo: unos cuantos pastores regían sus rebaños y éstos, pese a ser más numerosos, obedecían sin chistar. De vez en cuando se perdía alguna oveja, sí, pero se trataba de simples y aceptables daños colaterales. Porque algunos pastores hacían tratos con los lobos, y si alguna oveja se escapaba del redil miraban para otro lado mientras era despedazada por el lobo. Después el pastor no tenía sino que utilizar el relato de lo ocurrido para atemorizar al resto de ovejas y que se volvieran aún más obedientes.

 Por supuesto, nuestro pequeño monstruito no había elaborado esta compleja metáfora, sino que la oyó declamar a una de esas ovejas perdidas poco antes de acabar con ella.

 Esa era otra de las cosas que amaba de los humanos: su imaginación. No todos ellos la tenían, y muchas veces estaba mal dirigida, pero como grupo tenían una gran aptitud creativa que les hacía capaces de cualquier cosa.

 Incluso de vencerle.

 Tal vez fuera a causa de su juventud (después de todo, aún le faltaban años para cumplir su primer lustro de vida), pero en ningún momento se le ocurrió la posibilidad de que pudiera perder esa lucha.

 Fue poco a poco, de manera casi imperceptible, especialmente al principio. Pequeños focos a los que ya apenas prestaba atención comenzaron a estabilizarse. No le rechazaron, pero con cautela lograron detener su avance. Al principio no les dio importancia; después de todo, ¿qué supone perder una pequeña batalla cuando estás a punto de perder la guerra? Pero cada vez iban surgiendo más lugares, y no siempre se trataba de sitios pequeñitos.

 Ciudades grandes que se habían descontrolado con facilidad parecían ahora capaces de rechazar su avance. Países que prácticamente le habían recibido con los brazos abiertos ahora iniciaban hostilidades que, contra todo pronóstico, empezaban a demostrar que tenían cierta efectividad.

 Por primera vez en su corta vida, se sentía acorralado. Y todo por culpa de la imaginación, esa cualidad que tanta gracia le había hecho al principio.

 Porque gracias a la imaginación y, sobre todo, al conocimiento y la colaboración entre científicos de todas partes del globo terráqueo, la raza humana venció la guerra.

 Porque gracias a mantener todos juntos la esperanza en que habría un futuro, si no para muchos de ellos, sí para sus hijos, la lucha continuó sin descanso hasta llegar a tan ansiado final.

 Gracias a actuar como una sola haciendo un esfuerzo colectivo, la raza humana pervivió. Y nunca olvidaron que esa victoria se la debían a los médicos, científicos y demás profesionales que se mantuvieron siempre al pie del cañón sin importar lo que se les cayera encima.


Escrito por Aránzazu Zanón





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