Pesadilla Inmobiliaria

 

Pesadilla inmobiliaria



 Estaba buscando un piso al que mudarme y lo que vi en aquella visita me espantó, te lo describiré todo, pero antes, empecemos por el principio.

 Encontré la llamativa oferta anunciada en uno de esos paneles que publicitan las agencias inmobiliarias en sus escaparates, y donde se exhiben luminosas fotografías que retuercen la realidad y el tejido mismo del espacio-tiempo para intentar mostrarte acogedores y espaciosos hogares. Allí estaba: 140 m², dos baños (uno con jacuzzi), tres dormitorios, un amplio salón, exterior con una generosa terraza, una cuarta altura con ascensor, ubicado en un buen barrio con una boca de metro al lado, y todo ello sólo por 105.000 €. Obviamente, un precio tan ridículamente barato debía de tener gato encerrado, y no un gato cualquiera sino uno bien gordo. Ante la curiosidad de cual podría ser la trampa, terminé llamando a la inmobiliaria. A fin de cuentas, más allá del tiempo, no tenía nada que perder por husmear un poco. Me atendió un muchacho muy simpático y, antes de que pudiera darme cuenta, ya estábamos concertando una cita para visitar el piso.

 Así que aquella soleada tarde de martes me encontré con el pizpireto, atractivo e insultántemente jóven comercial, que, cual inmobiliario cicerone, me introdujo en el piso que, potencialmente, podría interesarme adquirir. Efectivamente, era un apartamento que aparentaba los 140m² que supuestamente tenía, acrecentándose la percepción de espacioso al estar totalmente diáfano. Le hacía falta una buena mano de pintura, pero ni eso ni la plena ausencia de muebles o electrodomésticos justificaba el precio irrisoriamente bajo que tenía, así que insistí al comercial que, si quería llegar a convencerme de que adquiriese aquel inmueble, necesitaba que me informase con total sinceridad de todas las taras e inconvenientes que sin duda ocultaba. El muchacho suspiró ante mi pregunta, y, viendo que su explicación iba a requerir de un cierto tiempo y allí no había ningún lugar donde sentarse, me invitó a tomar un café en el bar de abajo. Tenía la intuición de que la propuesta era una excusa para intentar ligar conmigo además de venderme el piso, pero acepté. Como ya he dicho, soy una persona muy curiosa.

 Ya sentados delante de una aromática taza de café caliente en un mugriento bar de barrio no especialmente ruidoso para lo que suelen ser dichos lugares, el muchacho no pudo seguir escapándose y, tras intentar alargar infructuosamente la conversación circunstancial de cortesía que mezcló con torpes piropos, tuvo que enfrentarse al hecho de que inevitablemente debía de relatarme la historia del piso. Reconozco que además de guapo era sincero, y esta es, en resumen, la truculenta historia que me contó, y que posteriormente pude confirmar tirando de hemeroteca.

 Para empezar, había un cadáver oculto dentro de una de las paredes de la casa. Ello se debía a un trágico accidente acontecido durante la construcción del edificio, en el cual un obrero había fallecido quedando atrapado entre el hormigón armado de uno de los pilares. A pesar de que la familia había reclamado el cuerpo para poder darle un entierro digno, resultó imposible extraerlo de entre el hormigón y su armadura de acero sin comprometer gravemente la integridad estructural del edificio, así que allí se había quedado. La constructora había tratado de echar tierra encima, o mejor dicho, cemento encima del suceso, a fin de no tener problemas con la venta de los pisos cercanos a la columna donde yacían los restos mortales, pero la familia del infortunado obrero había hecho el suficiente ruido como para que la noticia llegase a la prensa, y a partir de ahí ya había sido imposible acallar el escándalo. Aún así hay gente que no puede resistirse a una ganga, aunque haya un cadáver de por medio, y por un precio razonablemente rebajado una familia compró el piso que acabábamos de visitar y entró a vivir en él.

 Al principio todo fue bien, durante los primeros meses reinó la paz y la armonía en el hogar, hasta que el padre de la familia empezó a obsesionarse con el obrero muerto. Afirmaba que su espíritu le hablaba dentro de su cabeza, clamando venganza por su horrible fin y por no haber sido enterrado cristianamente. La cosa fue a peor hasta que un día el hombre, después de consultar varios tutoriales en Internet, fabricó una potente bomba casera y se inmoló con ella en la sede de la constructora. La terrible explosión provocó tres muertes, cuatro incluyendo al padre de familia reconvertido en terrorista suicida, y otras cinco personas resultaron heridas de gravedad, perdiendo una de ellas un brazo. La madre de la familia no pudo soportar aquello y enloqueció. Tras fracasar el tratamiento psiquiátrico al que se sometió, aquel piso se convirtió en el escenario de una abyecta masacre. La mujer, víctima de un fuerte brote psicótico, compró una motosierra en la ferretería más cercana y, sorprendiendo a sus dos hijos adolescentes mientras dormían, la usó para asesinarlos horriblemente, después de lo cual canibalizó parte de sus restos. Una vez saciada su violenta sed de sangre y su sacrílega hambre de carne humana fresca, dirigió la motosierra contra sí misma tratando de autodecapitarse, lo cual sólo consiguió a medias, ya que falleció antes de poder completar la tarea. Tanto el juez de guardia que debió de acudir al apartamento a levantar los cadáveres, como dos de los policías que colaboraron con la instrucción, debieron de darse de baja aquejados de estrés postraumático y necesitaron de varios años de tratamiento psicológico hasta conseguir recuperarse y volver a ejercer. Algunos periodistas filtraron el dato de que la madre también había escuchado al espíritu del obrero muerto, quién la había impelido a perpetrar aquellos atroces actos, pero su psiquiatra se negó a revelar esta información y dicho rumor nunca pudo ser confirmado o desmentido. También se desató un intenso debate centrado en la cuestionable libertad por parte de ciertos comercios de vender herramientas tan peligrosas como motosierras sin ningún control.

 Lo cierto fue, que por un motivo o por otro, aquel crimen hizo arder a los principales medios de comunicación, e incluso un grupo de investigadores parapsicológicos divulgaron una grabación psicofónica que presuntamente habían obtenido después de colarse en el inmueble. En tal grabación, que no tardó en hacerse viral, de entre el ruido de la estática parecía emerger una terrible voz ronca y gutural que primero declaraba "Quiero descansar", más tarde exclamaba "¡Os odio!", y, ya al final, profería la frase más larga y terrible de todas: "Acompañadme en el infierno". Fraude o no, aquella psicofonía terminó por sentenciar a aquel inmueble como una casa maldita en la cual nadie en su sano juicio querría vivir.

 Y así el inmueble pasó algo más de cinco años vacío hasta que, a medida que el crimen y su leyenda negra iban cayendo poco a poco en el olvido sepultados por sucesivas capas de exigente actualidad, una mujer mayor se decidió a comprarlo, en principio ignorante de todos los horrores que allí habían tenido lugar. Tal vez gracias a dicha ignorancia, la anciana pasó los dos años siguientes sin ningún sobresalto, con la única excepción de la denuncia que uno de sus vecinos interpuso contra ella acusándola de haberla escuchado varias noches teniendo sexo con su perro, un caniche, denuncia que llegó a hacerse un hueco en las páginas interiores de un periódico local antes de ser archivada por falta de pruebas. Más allá de eso, fueron dos años anodinamente tranquilos, que a todas luces ponían fin a la supuesta maldición.

 Aquí el muchacho hizo un alto en su relato, se limitó a mirarme de reojo, refugiándose en la mesa, como si no supiese exactamente cómo continuar, se trataba claramente de una pausa dramática.

 Por favor, déjate de teatro y dime ya qué le pasó a la vieja le exigí notando como mi paciencia había ido menguando hasta casi desaparecer por completo

 Mató, cocinó y se comió a su adorado caniche respondió el chico un poco avergonzado.

 Magnífico, ¿y después qué hizo? ¿Subió una story en Instagram detallando todos los pasos del guiso?

 No. Se prendió fuego y se arrojó por la ventana.

 Bonito espectáculo de luz y sonido para los vecinos. Le doy un ocho en el ranking de suicidios originales  sentencié con un duro tono de voz que demostraba como empezaba a pasar del sarcasmo al cabreo.  

 El muchacho balbuceó confundido, agotados sus trucos ahora sí que se había quedado realmente sin palabras, así que pasé al contraataque.

Mira chavalín, no dudo de que toda esta divertida historia que me has contado sea cierta, a fin de cuentas no tendría sentido que te inventases una mentira tan elaborada cuando si quiero puedo acudir fácilmente a cualquier hemeroteca digital para confirmarla o refutarla, cosa que quizá haga por pura curiosidad. Y tengo que admitir que desde luego es una historia bien completa, tiene de todo, cadáveres emparedados, locura, fantasmas, terrorismo, asesinatos horrendos, antropofagia, suicidios, zoofilia e incluso gastronomía exótica. Sin embargo, llevamos ya sentados aquí un buen rato, hace tiempo que terminé de beberme mi café, y quiero que de una puta vez que cuentes cual es el motivo real - casi grité - de que el piso que acabas de enseñarme cueste tan solo 105.000 €. Puede que a otros clientes se la puedas colar con tu película de terror de serie B, pero a mi no, no a mi.

 Verás... yo... yo necesito vender este piso... si no cumplo este mes con mis objetivos...

 Me importa una mierda tu vida, igual que me importa una mierda la de todos esos desgraciados cuyas espantosas muertes te has deleitado en contarme. O me dices ahora porque vendéis el piso tan barato, o me marcho ahora mismo y planto una queja contra ti en tu empresa.

 No... no tiene fibra óptica... ni la puede tener. Es por culpa de la gente mayor. Ahora mismo no existe infraestructura y ninguna empresa quiere implantarla. En este barrio viven muchos ancianos que no saben ni lo que es un ratón de ordenador, así que no parece que tender fibra sea una inversión rentable. Cuando los viejos se mueran y se mude más gente joven, las empresas…

 ¡No puedo esperar a que se mueran todos esos viejos! ¿Y si luego llegan más? ¿o surge otro problema que hace que las empresas no quieran realizar la obra? No, nunca. Nunca en mi sano juicio entraría a vivir en una casa sin fibra óptica, maldita o no. Ya dejé el hilo de cobre atrás y no voy a volver a él de ninguna manera. Así que ya podías haber empezado por ahí, en vez de hacerme perder el tiempo contándome cada puñetero y sórdido detalle de la biografía del piso. Si tanto te gusta la historia, puedes escribirla en un blog, o en un rollo de papel higiénico, que para el caso tendría el mismo éxito, pero no engañar a una persona tan ocupada como yo y pegarle una chapa insufrible. Así que ahí te quedas, suerte buscando a un cliente que no sea supersticioso y no le importe tener una conexión a Internet de la Edad del Cobre.

 ¡No! ¡Espera! ¡Dame tu número de teléfono al menos! ¡o tu Instagram! ¡Algo!

  Hace falta algo más que una cara bonita y un culo tonificado para seducirme, guapo. Ahí te quedas, hasta nunqui.

 Me levanté bruscamente y salí de la cafetería sin pagar el café y sin volverme para mirar al muchacho pese a sus patéticas súplicas que alcancé a escuchar a mi espalda. Nunca le volví a ver, a la semana siguiente me encontré con su fotografía en la prensa: era uno de los ocho fallecidos en la terrible explosión de gas que había sucedido en el piso maldito. La deflagración había sido tan violenta que era una suerte que solo hubiesen muerto ocho personas y, según decía el artículo, el edificio había resultado tan dañado que iban a derribarlo. “Muerto el perro se acabó la rabia” pensé.

 Pasé a la página de anuncios por palabras, espero encontrar piso pronto, ya no aguanto más a mi madre, sobre todo ahora que le ha dado por empezar a hablar sola.


 Escrito por Iván Escudero

 


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