Eso

 Eso



Cuando somos pequeños todos tenemos miedo a la oscuridad. Pese a los esfuerzos de la gente a nuestro alrededor porque superemos ese miedo, una parte de él sigue vivo en nuestro interior a lo largo de toda nuestra vida. Y es que, por mucho que nos repitan (y nos repitamos) que los monstruos no existen y que no existen motivos para temer la oscuridad, una parte de nuestra mente sabe que todo eso no son más que patrañas.
Porque la realidad es otra. Es algo tan terrible que si fuéramos realmente conscientes de lo que se oculta entre las sombras la raza humana se habría extinguido hace mucho tiempo. Pero a Eso no le interesa que nos extingamos. Porque si lo hiciéramos perdería su mayor fuente de alimento. Y Eso siempre tiene hambre...
La primera vez que oí hablar de Eso tenía apenas diez años. No fue, como cabría esperar, en alguna de las historias de miedo que intercambiábamos los niños de mi edad en cuanto teníamos ocasión. De haber sido así no me habría afectado tanto. Fue en el salón, ya pasada mi hora de acostarme. Y fueron los adultos de la casa quienes lo mencionaron. Yo me había levantado a por un vaso de agua, en parte por sed y en parte como excusa para cotillear las voces quedas que llegaban a mi cuarto.
Al principio pensé que me habían descubierto. Lo que momentos antes era una conversación fluida se interrumpió de golpe. Preparando mi respuesta ante la regañina que esperaba que me cayera encima, escuché la temblorosa voz de mi abuelo diciendo que Eso se lo había llevado. Estaba acostumbrado a que el abuelo hablara de monstruos y hombres del saco, y que los demás le desacreditaran alegando que se trataba de las locuras de un viejo. Sin embargo, en aquella ocasión nadie le llevó la contraria, sino que guardaron silencio como si estuvieran de acuerdo con él. Extrañado, decidí no tentar más a mi suerte y regresar a mi habitación.
A la mañana siguiente, ya casi olvidado todo, vi que en la mesita del salón habían dejado un periódico que hablaba de la desaparición de un niño.
Años más tarde, ya en la universidad, volví a escuchar hablar de Eso. De nuevo había desaparecido alguien, esta vez una niña de unos ocho años. Según la policía había admitido, no había pruebas ni sospechosos. Ningún rastro llevaba de o hasta la habitación de la niña. Las cámaras que rodeaban la casa no habían grabado nada. Literalmente se había desvanecido en el aire.
Corrieron muchos rumores y acusaciones sin fundamento. Innumerables teorías que se intentaron probar sin éxito. Pero no encontraron nada.
Poco a poco, en las esquinas y las reuniones nocturnas empezó a resonar la teoría de que Eso se la había llevado. Pero eso no había pruebas de ningún tipo, porque eso no deja rastros. Siempre es responsable de desapariciones limpias.
En mi cínica mente de joven que cree que lo sabe todo me reía de aquellas teorías. ¿Cómo iba a existir algo así? Seguramente la habría hecho desaparecer alguien con acceso a la casa, y sí habría dejado pruebas pero los investigadores no las habían podido encontrar.
Me creía más listo que los demás, pero el único equivocado era yo.
Como estaba a punto de descubrir.
Según se fue acercando el final de curso, iba creciendo el número de desapariciones misteriosas. Al principio se trataba únicamente de niños, pero no tardaron mucho en llegar a mis oídos historias de desaparecidos de cualquier edad o condición. Y, aunque ocurría por todo el país, era mucho más frecuente en la zona en que estaba.
Incluso la universidad se había visto afectada. Cuando un estudiante que fracasaba de continuo en los exámenes dejó de asistir a clase nadie, ni siquiera sus compañeros de juergas, le dio mayor importancia. Al parecer llevaba tiempo jugando con la idea de abandonar los estudios, y simplemente asumieron que había seguido adelante con su plan sin avisar a nadie.
Pero cuando el jugador estrella del equipo de la universidad falló en asistir a un importante partido el miedo empezó a cundir entre los estudiantes. Aquello no era normal.
Deseoso de apartar de mi la sensación de fatalidad que parecía gobernar nuestros pensamientos aquellos días, decidí llamar a mi padre. Desde siempre, todos a mi alrededor le consideraban una de las personas más racionales del mundo. Así que le llamé para que sus explicaciones racionales apartaran el miedo de mi mente como cuando tenía pesadillas de niño.
Por primera vez en mi vida, en lugar de ahuyentar mis miedos mi padre los alentó. Contrariamente a lo que esperaba, lo que hizo fue confirmar los rumores. Me contó que Eso existe, y que no hay escapatoria si decide que seas su próxima víctima. Y que se aproximaba lo que mi abuelo insistía en llamar la recolección de almas.
Al parecer, si bien de manera habitual elige víctimas de corta edad, una cada par de años, cada cincuenta años expande su caza. Deja de dar importancia  la edad de sus víctimas y durante varios meses caza casi cada noche.
Siempre en lugares oscuros, sean parques abiertos o habitaciones cerradas, Eso se mueve entre las sombras. Inmoviliza a su víctima para que no pueda pedir ayuda y acaba con ella limpiamente, sin dejar ningún rastro. Nadie sabe cómo lo hace, pero nunca falla.
Al colgar miré a mi alrededor. Durante la conversación había anochecido. Solo en mi habitación, encendí desesperado la luz decidido a no dormir hasta la mañana siguiente.
De eso hace tres horas. Desde entonces estoy sentado sobre mi cama, con todas las luces a mi disposición encendidas para iluminar cada rincón. No me atrevo a apartar la espalda de la pared, pues eso generaría sombras a través de las cuales Eso podría colarse dentro. Solo tengo que aguantar unas horas más.
Unas pocas horas. No debería ser tan difícil. Unas cuantas horas... durante solo Dios sabe cuánto tiempo. Pero no debo pensar en eso. Tendré que cambiar mis pautas, sí, y empezar a dormir de día. Pero ahora tengo que centrarme en pasar la noche sin moverme, sin generar sombras, sin darle una oportunidad a Eso de que entre a por mí...

Escrito por Aránzazu Zanón


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