Nuevos y extraños tiempos

 

Nuevos y extraños tiempos

 

 Jorge pensaba que los hombres debían de seguir manteniendo sus privilegios en la aldea. Ellos luchaban siempre en primera línea, estaban constantemente expuestos al peligro, su potencia física y el ímpetu que les confería su temperamento marcaban la diferencia en el mundo hostil y caótico que les había tocado vivir, y eso les debería de dar derecho a ocupar una posición dominante en la sociedad, a cuya supervivencia contribuían de modo decisivo. Sus vidas eran cortas y brutales, ¿cómo no tener a las mujeres agasajándoles y atendiéndoles? Por eso no entendía que el Gran Jefe hubiese declarado que las mujeres debían de tener los mismos derechos que los hombres, permitiéndoles incluso participar en la asamblea. No se imaginaba discutiendo con Emma la hilandera acerca de qué aldea cercana intentar saquear o conquistar el próximo mes. Entendía el entusiasmo del Gran Jefe por la magia y los conocimientos arcanos, aunque a él todo ello le pareciese puro humo, pero aquello de que hombres y mujeres fuesen iguales... no sabía de qué viejo códice habría sacado tan descabellada idea. No obstante, era su Gran Jefe, la asamblea así lo había elegido nuevamente, y tenía que respetar su mandato mientras este durase. Así lo decían las normas, y las normas son sagradas. Eso sí, en la próxima asamblea elevaría la voz al respecto. Él era un simple guerrero y no entendía de las reformas sociales que al Gran Jefe le parecían tan necesarias, pero la igualdad con las mujeres... Las mujeres siempre estaban a salvo dentro del perímetro del poblado, ocupadas en sus pacíficos menesteres y cuidando a los revoltosos niños, no debían de jugarse la vida en peligrosas misiones, no era justo que estuviesen al nivel mismo de los hombres. Y sin embargo... más veces de las que jamás se le ocurriría confesar, las envidiaba, envidiaba su tranquilo aunque atareado modo de vida, libres del riesgo de recibir un hachazo en la cabeza.  

 Y aquel era uno de esos días en los cuales envidiaba inconfesablemente a las mujeres. Él y sus cuatro mejores guerreros habían entrado en la zona de influencia del clan rival Oreja del Gigante. Avanzaban a cubierto de una espesa noche sin luna y su objetivo no era combatir, sino robar una valiosa posesión al enemigo. El Gran Jefe se lo había dejado bien claro: “intentad evitar la lucha - les había dicho - pero si os toca combatir enseñad los dientes y vended caras vuestras vidas, que esos cabrones sepan de lo que somos capaces”. Así que Jorge manoseaba nerviosamente la empuñadura de su espada mientras cruzaban agazapados a través de la hierba alta, deseando que ningún centinela orejense sospechase del anómalo movimiento que iban provocando en la densa vegetación. Se sintieron más seguros cuando llegaron a un muro de desvencijados ladrillos, todo lo que quedaba de un viejo edificio abandonado, detrás del cual pudieron parapetarse. Según el precario mapa que les había dibujado Igor, el explorador que había recorrido aquella zona, no muy lejos de allí se alzaban los restos ruinosos de otra antigua construcción, ubicados justo en la linde de un tupido bosque que se extendía directamente hasta las afueras del poblado de Oreja del Gigante. No obstante, para llegar hasta aquella nueva cobertura debían de recorrer unos cuatrocientos metros directamente expuestos a una posible mirada enemiga. Correr agachados era demasiado peligroso, así que atravesaron aquellos interminables cuatrocientos metros reptando con tediosa lentitud por encima de un maloliente amasijo de frío barro y hierbajos. El feo Igor había estado en lo cierto y llegaron a las segundas ruinas, donde pudieron volver a relajarse temporalmente. El bosque que les esperaba a continuación era ciertamente frondoso y les ocultó hasta conseguir acercarse a poco más de cien metros de las casas más exteriores de Oreja del Gigante.

 Aquella era sin duda la parte más delicada de la misión. Tenían que observar los movimientos de la patrulla nocturna enemiga, predecir su pauta, esperar hasta encontrar la oportunidad, y colarse sin ser detectados entre los laberínticos callejones que formaban el apretado entramado de casas, rezando para que ningún aldeano desvelado se asomase por la ventana y diera la voz de alarma al descubrirles. 

 La patrulla a la que se enfrentaban estaba formada por tres parejas de soldados orejenses que caminaban indisciplinadamente a distintas velocidades, de modo que en un momento determinado sucedió lo que Jorge esperaba, y que fue que todos ellos coincidieron en el lado opuesto de la aldea, dándoles una oportunidad que no dejaron escapar. Jorge se lanzó a la carrera hacia las casas más cercanas, seguido por sus hombres. Notó como tintineaban sus cotas de malla y las fundas de sus espadas contra sus guarnecidos muslos, temiendo que alguien les escuchara, pero todos los aldeanos debían de estar profundamente dormidos tras un duro día de trabajo en los campos, ya que ninguna luz se encendió ni ninguna cabeza escrutadora se asomó por ninguna ventana.

 Se deslizaron sigilosamente de callejuela en callejuela hasta detenerse súbitamente al escuchar unos pasos que no eran los suyos. Apenas cinco segundos después, tras la siguiente esquina emergió una pareja de soldados orejenses armados con mazas de pinchos y que abrieron los ojos de par en par al sorprenderles. Por fortuna David e Iván ya estaban preparados. El preciso arco de David disparó una flecha que silbó brevemente en el aire hasta clavarse profundamente en el ojo del soldado de la izquierda, justo al mismo tiempo que la siempre afilada daga de Iván se hundía mortalmente en la frente del guardia de la derecha. Ninguno de los dos enemigos tuvo tiempo de gritar una alarma, pero sus cuerpos causaron un cierto estrépito al desplomarse sin vida sobre el empedrado pavimento. Jorge y los suyos permanecieron congelados mientras el silencio de la noche volvía a envolverles. David preparó lentamente una segunda flecha e Iván echó mano de su segunda daga, pero, tras unos angustiosos minutos en los que no sucedió nada, se alegraron de no tener que utilizarlas. Arrastraron los cadáveres de los soldados enemigos hasta un rincón convenientemente oscuro, confiando en que el reguero de sangre que dejaron tras ellos solo fuese visible desde cerca, y siguieron con su avance.

 La calle principal de la aldea de Oreja del Gigante se enorgullecía de amplios y decorados soportales que sirvieron para cubrir su infiltración hasta llegar hasta la plaza principal, cuyo centro era dominado por la propia Oreja del Gigante, elemento de presunto origen mítico que daba su nombre al clan y a la aldea. Se trataba de un plato metálico de grandes proporciones sostenido sobre un trípode de gruesas varas también metálicas. Se suponía que aquello había pertenecido a un enorme ser humanoide, un gigante de metal, y que antaño había tenido unos extraños adornos que se habían perdido. También se decía que aún conservaba latente parte de la magia que originalmente había atesorado profusamente, motivo por el cual era frecuente que muchos orejenses se arrodillaran delante para hacerle ofrendas y pedirle deseos. Jorge por supuesto no creía en aquellas supersticiones, para él aquel plato no tenía nada de extraordinario más allá de su tamaño, que reconocía era considerable, y cualquier herrero podría haberlo forjado con suficiente tiempo y recursos, quizá bien pagado por alguien de bolsillo lleno, gustos extravagantes y afición por la invención de leyendas sobre gigantes de metal. Si hubiera podido, Jorge habría reducido a chatarra a la absurda Oreja del Gigante, solo para poder privar a aquella aldea y clan de su ridículo nombre, sin embargo para ello hubiesen sido necesarios muchos más hombres y en cualquier caso su misión era otra. Debían de entrar en la casa del brujo y robar el artefacto, tal y como se les había ordenado. Sabían de la localización y apariencia de la casa del brujo gracias a la confesión obtenida de boca de un prisionero de guerra, a quién tenían encerrado en las mazmorras y cuya vida dependía de que la información que les había proporcionado fuese correcta. La naturaleza del interior de la casa era sin embargo un completo misterio, ya que solo podían entrar en ella el brujo, su ayudante, y Matías, el odiado caudillo enemigo. Afortunadamente, se les había dado una descripción muy detallada del artefacto que buscaban y que con un alto porcentaje de probabilidad debía de encontrarse allí.

 Rodearon al amparo de las sombras la plaza central, pegados como lagartijas a las casas intentando no destacar en la noche, y un par de calles más allá pronto se hallaron ante la casa del brujo, una construcción que emanaba poder y misterio, pintada de rojo sangre, con ventanas circulares de cristal negro como el miedo y rematada en un tejado de oscura madera a cuatro aguas decorado con horrorosas gárgolas. Nadie la vigilaba porque nadie se atrevía a acercarse a ella sin permiso, nadie excepto Jorge y sus hombres. Ismael se escurrió hasta el pesado portón de entrada al esotérico edificio, rompió hasta tres ganzuas durante los agónicos cinco minutos que estuvo peleando contra su cerradura, y cuando finalmente consiguió abrirla, hizo un gesto para que los demás acudieran a acompañarle en el sacrílego allanamiento. La añeja madera del portón protestó chirriando peligrosamente cuando lo abrieron, y a todos se les desbocó el corazón en el pecho tras haber vuelto a perturbar el silencio nocturno, pero de nuevo tuvieron suerte y no escucharon ninguna voz de alarma. 

 El interior era un amasijo de negrura apenas roto por el sombrío gris azulado de la noche. Una vez hubieron entrado todos, teniendo suerte de no tropezar contra nada, Jorge encendió un fósforo rasgándolo hábilmente contra la seca madera de una mesa que apenas se intuía a su lado. Con mimo, arrimó la frágil luminaria del fósforo encendido a una pequeña antorcha que sacó de su cincho, y así hizo nacer de ella una cimbreante llama que arrojó su anaranjada y mortecina luz sobre una barroca colección de objetos extraños, invocando también a fantasmagóricas sombras que danzaron inquietantemente a su alrededor. Ismael se apresuró a cerrar lentamente la puerta a sus espaldas, consiguiendo que esta vez protestase menos. El tiempo no jugaba a su favor, así que actuaron con rapidez. El brujo dueño de aquella casa debía de tener muchas habilidades, pero el orden no era una de ellas. Sus libros de conjuros se alzaban en varios apilamientos que parecían ir a colapsar en cualquier momento, mientras que las mesas estaban atestadas por un maremágnum de frascos de contenidos abominables así como de enigmáticos artilugios de manufactura grotescamente compleja. Era complicado realizar una búsqueda allí sin tirar o romper algo, y más con la precaria iluminación de la escueta antorcha que Jorge habían dejado apoyada en un soporte, pero tal era su misión y así la afrontaron. “Como alguien haga el menor ruido le arranco la nariz de un mordisco” previno Jorge a sus hombres mientras habría un cajón que ocultaba una decorada brújula que no dudó en afanar.

 Finalmente fue Pedro quién lo encontró, avisándoles con un susurro. Jorge examinó el artefacto, decepcionado por lo anodino de su aspecto en comparación con la mayoría de los indescriptibles objetos que les rodeaban. Tal y como les habían explicado, se trataba de un cilindro de algo menos de un metro de largo y unos diez centímetros de ancho, que debía de estar compuesto por algún metal muy ligero, ya que en proporción a su tamaño apenas pesaba. Sus dos extremos estaban rematados por sendos palos del mismo metal, un palo grueso y corto en un lado, y otro más delgado y largo en el opuesto. “Debe de ser el cipote del gigante de metal al que adoran estos aldeanos palurdos” bromeó Pedro en voz baja. Jorge rió entre dientes antes de ordenarle que, por gracioso, ahora le tocaría cargar con el “cipote”. Aquello no le gustó demasiado a Pedro, ya que aquella cosa no cabía en su zurrón y debería de transportarla con una mano, sin embargo no le quedó más remedio que aceptar la orden de su superior. Y en ese momento, el silencio de la noche fue roto en mil pedazos por el repicar de todas y cada una de las campanas de Oreja del Gigante. “Mierda, contaba con que tardarían más tiempo en descubrir los cuerpos” escupió Jorge con rabia.

 Prescindiendo ya de cualquier tipo de discreción, Jorge arrojó la antorcha contra una montonera de viejos legajos que prendieron como teas, y abandonaron apresuradamente la casa del brujo, rompiendo varios tarros y haciendo volcar una pila de libros en el proceso. Tras abrir el portón de un sonoro puntapié, se arrojaron a la carrera a la calle. Su ruta de escape era la misma que les había llevado hasta allí, y su única esperanza de sobrevivir era que el ejército orejense no fuese especialmente eficiente y tardara aún unos minutos más en movilizar a sus efectivos.

 Asediados por el repiqueteo incesante de las campanas, que atacaban inmisericordemente sus oídos, consiguieron atravesar la plaza central y recorrer tres calles más antes de toparse con los primeros enemigos, una nueva pareja de soldados orejenses, esta vez armados con hachas y escudos, y que pese a verse superados en número les plantaron cara bravamente. El ágil arco de David disparó una flecha contra el cuello de uno de ellos antes de que este atinase a alzar defensivamente su escudo. Por su parte Jorge blandió su espada rechazando fácilmente el ataque que el otro soldado le lanzó con su hacha, y contraatacó con una potente patada que pese a impactar contra la madera de su escudo lo desestabilizó lo suficiente como para que pudiese dar por finalizado el lance con una certera estocada que casi decapitó a su contrincante, empapándolo en tibia sangre. Dejando atrás dos nuevos cadáveres, siguieron corriendo hasta salir de la aldea y encararse hacia el bosque. Y allí se les acabó la suerte, pues seis soldados enemigos les esperaban interponiéndose en su huida, cuatro de ellos también armados con escudos y hachas, y dos de ellos portando mortíferas ballestas. Uno de los ballesteros era un nervioso joven que erró el disparo, pero el otro, más viejo y avezado, consiguió atravesar con un virote el pecho de Ismael, que gimió y se derrumbó herido de muerte. Jorge y sus hombres no necesitaron hablar para tener perfectamente clara cual era la estrategia a seguir: primero debían de acabar con los ballesteros y luego con el resto de soldados, y debían de hacerlo rápido, antes de que llegasen más refuerzos. David nunca fallaba un disparo y tampoco lo hizo esta vez. Su tercer flechazo de la noche fue tan letal como los dos anteriores, acertando en el corazón del ballestero viejo, que cayó fulminado. Iván actuó con igual rapidez y rodó por suelo hacia el ballestero joven, arrojándole una daga que se clavó en su brazo derecho, haciéndole tirar su ballesta con una exclamación de dolor. Mientras, Jorge bramó de ira y sosteniendo expertamente su espada se arrojó enfervorecido contra los otros cuatro soldados enemigos, siendo seguido en el envite por Pedro, que había dejado el artefacto robado en el suelo para poder igualmente empuñar su espada. 

 La lucha fue feroz e igualada, pues aunque los soldados enemigos no podían igualarse en destreza a Jorge y a Pedro, eran el doble y portaban escudos. Por suerte una nueva flecha de David inclinó la balanza un poco más a su favor mientras Iván apuñalaba salvajemente al ballestero joven, que en vano había tratado de recuperar su arma. Las campanas seguían golpeando la noche, como regodeándose en el despiadado derramamiento de sangre que estaba teniendo lugar allí. El combate recrudeció y, desgraciadamente, Pedro cometió un error fatal cuando hundió su espada profundamente en el estómago de uno de sus adversarios, donde su arma quedó atorada. Estaba esforzándose en recuperarla cuando un brutal hachazo partió en dos su frente y puso fin a su historia. Cuando Jorge vengó a su compañero decapitando en medio de un estallido de sangre al soldado que lo había matado, solo quedó en pie un enemigo, que arrojó al suelo su escudo y su hacha y echó a correr despavorido hacia su aldea. Iván le arrojó otra de sus dagas, que falló y perdió, y así, concluido el combate y sin tiempo de llorar a sus camaradas caídos, Jorge recogió del suelo el artefacto, aquel puñetero cipote de metal al que había empezado a odiar profundamente, y seguido por David e Iván, corrió como alma que lleva el diablo hacia el bosque. A sus espaldas oyeron las voces de más soldados enemigos y el aterrador respingo de nuevas ballestas disparándose. Varios virotes silbaron hacia ellos y uno fue a clavarse en el hombro izquierdo de Iván, que gruñó de dolor pero siguió corriendo. Llegaron por fin al bosque y varios virotes más impactaron contra árboles cercanos. No podían parar, y entre Jorge y David ayudaron a Iván a seguir corriendo, no pensaban dejar a nadie más atrás. La adrenalina les impulsaba, dando alas a sus pies y permitiendo que Iván se sobrepusiera al lacerante dolor que manaba de su hombro. 

 Las campanas repiqueteantes de Oreja del Gigante y los gritos enemigos fueron quedando paulatinamente apagados por la distancia hasta desaparecer. Jorge daba gracias de que los orejenses no contasen con caballería con la cual poder perseguirles. Dejaron atrás los edificios ruinosos que a la ida les diesen una falsa sensación de seguridad y siguieron poniendo tierra de por medio.

 Iván se portó y consiguió entrar pálido y tambaleante de regreso en el poblado, con el virote enemigo aún alojado en su hombro. Fue rápidamente llevado a la enfermería; la herida no parecía mortal y seguramente viviría, ayudado en ello por los antibióticos y el desinfectante que habían obtenido recientemente como tributo de manos de otro pequeño poblado vecino al que tenían sometido militarmente. Jorge, espeluznantemente cubierto de sangre cual demonio de la guerra, fue directamente a ver a Victor, el anciano tecno-sacerdote que le esperaba con expresión circunspecta a la entrada de su taller, que hacía también las veces de templo y laboratorio.

 Toma, aquí tienes tu jodido artilugio, ya puede ser importante, porque por su culpa he perdido a dos de mis mejores hombres  le espetó con malos modos, entregándole el cilindro de metal con brusca ausencia de ceremonia.

 Sí, sí que lo es  contestó Victor  esta es la pieza que me faltaba para hacer funcionar el generador eléctrico. Ahora, lo podremos conectar a la turbina de la cascada y generar electricidad. ¡Seremos la aldea más próspera de toda la meseta!

 Electricidad... como en las crónicas antiguas...  masculló Jorge receloso  Pensé que era solo una leyenda estúpida, como los gigantes de metal en los que creen esos idiotas de los orejenses.

 No, esto es real. Los antiguos tenían electricidad y ahora también la tendremos nosotros. Es un poder mágico que podremos usar para mover máquinas, iluminarnos, calentarnos... Las muertes de tus compañeros no han sido en vano Jorge. Has cumplido bien con tu misión, el Gran Jefe estará satisfecho. Gracias a su liderazgo pronto podremos salir de la oscuridad medieval en la que hemos estado viviendo. Ahora límpiate y ve a descansar guerrero, te lo has ganado.

 A Jorge las palabras del tecno-sacerdote le parecían demasiado pretenciosas, pero si el Gran Jefe estaba conforme con aquello, él también debía de estarlo. Y por otro lado, Victor llevaba razón, se había ganado un buen descanso. Qué extraños tiempos aquellos que le estaba tocando vivir... electricidad, igualdad de derechos con las mujeres... Y pensando en mujeres, notó bullir su fogosidad dentro de él como siempre le sucedía cada vez que sobrevivía a un nuevo combate. ¿Estaría Amanda aún despierta? Sabía que a ella le gustaba remolonear en la taberna hasta horas indecentes, así que hacia allí se dirigió. 

 

Escrito por Iván Escudero

 

 


 

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