Un encuentro inesperado
UN ENCUENTRO INESPERADO
Sofía no había tenido un buen día. La ley de Murphy se había cebado inclementemente con ella, ayudada en dicha tarea por lo más mezquino de la especie humana.
Primero, había pisado un excremento canino justo al salir de casa. El repugnante olor y el execrable tacto de las heces consiguieron que se le revolviese en el estómago el desayuno que acababa de deglutir apresuradamente. Luego, tras limpiarse en un bordillo como buenamente pudo, mientras cruzaba un paso de cebra en el que ella tenía claramente la prioridad en calidad de peatón, una mujer de aspecto notoriamente pijo estuvo apunto de atropellarla mortalmente con su enorme todoterreno. Aunque sus excelentes reflejos y agilidad la salvaron, se llevó como recuerdo un buen moratón en la espinilla al ser golpeada por el guardabarros del masivo vehículo, cuya ocupante se dio velozmente a la fuga antes de que pudiera tomar nota de su matrícula. De todos modos no habría podido detenerse denunciando a aquella pija psicópata, ya que llegaba tarde a una entrevista de trabajo, entrevista en la cual su potencial empleador, un señor de unos cincuenta años con evidente sobrepeso, aspecto facineroso, y que tuvo la desfachatez de fumar en su presencia, le anunció sin tapujos que si se dignaba en contratarla le pagaría un sueldo irrisoriamente bajo, exigiéndole eso sí hacer horas extras no remuneradas. La satisfacción que Sofía sintió al mandar a hacer puñetas a ese miserable le duró poco, ya que, a los pocos pasos tras volver a pisar la calle, un muchacho joven la empujó con el objetivo de distraerla mientras otro ratero le robaba el bolso. En la comisaría a la que ahora sí que no tuvo más remedio que acudir, la hicieron esperar una hora antes de atenderla, y la pareja de policías que registró rutinariamente su denuncia directamente se rió cuando ella les preguntó qué posibilidades tenía de recuperar su bolso y su contenido. Al menos no había perdido el teléfono móvil, que se salvó gracias a haber estado escondido en un bolsillo de su chaqueta y que le permitió cancelar rápidamente la tarjeta del banco así como descubrir que su seguro, que tanto dinero le costaba al año, no cubría robos en la calle. Derrotada, regresó a su casa en busca de parte del dinero en metálico que guardaba para emergencias como aquella, sin olvidarse tampoco de echar mano de su pasaporte (en aquel mundo, no le gustaba ir indocumentada).
Solo conocía un modo de recuperar el ánimo ante circunstanciaras tan adversas, así que, concluida su reorganización, se dirigió a su cafetería favorita, “Área 51”, un ruidoso tugurio ubicado justo en medio de la populosa ciudad. Era un lugar donde una etnógrafa como ella podía disfrutar del folclore local mientras se deleitaba con un delicioso café hirviente en el cual mojar una generosa y grasienta ración de churros. Más tarde había quedado con su tío, que trabajaba cerca de allí, con el objetivo de tratar un par de temas administrativos y, cómo no, hablar de sus investigaciones. Y no quería que la viese con la cara de vinagre que debía de tener. Sí, definitivamente necesitaba ese café con churros.
Sin embargo, aquel asqueroso día aún no había terminado con ella, y según entró en la cafetería se encontró con Daniel Cruz, un compañero de clase, enzarzado en una acalorada discusión con el profesor Santana. Daniel era una fuente inagotable de problemas, y en cuando escuchó las palabras “monstruos” y “engendros” saltaron sus alarmas. Justo lo que le faltaba para rematar aquella nefasta jornada. Pidió dos refrescos de cola (el placer del café lo reservó mentalmente para un futuro menos problemático) y una vez que el profesor Santana se hubo marchado airado, se sentó en la mesa de Daniel ofreciéndole un vaso cargado de burbujeante cafeína bien fría y aún más azucarada, su bebida de batalla por excelencia. El joven estudiante, que tenía confianza con ella, no tardó en ponerla al día. Había contemplado fugazmente a uno de lo monstruos de los cuales hablaba la leyenda urbana que no paraba de rodar y crecer a lo largo y ancho de Internet, seres de pesadilla que según los rumores se escondían en edificios abandonados, alcantarillas y otros sitios poco frecuentados, emergiendo únicamente de noche para cazar y alimentarse de algún gato desprevenido, o si tenían mucha hambre, incluso de algún incauto viandante. Daniel había visto al engendro tras el muro de un descampado y se lo describió con todo lujo de detalles: una criatura horrenda de verde rostro metalizado con ojos saltones como de insecto, dos diminutas hendiduras a modo de nariz, fauces anómalamente articuladas y repletas de afilados dientes, y unas extrañas antenas vagamente tentaculosas que le brotaban del cráneo. Sin embargo, eso no fue lo que más aterrorizó a Daniel, ya que había un detalle aún más grotesco en aquella visión: el monstruo iba vestido con un impoluto traje complementado con una elegante corbata. ¿Qué clase de monstruo insectoide transita por un descampado perfectamente trajeado? Según la mirada de Daniel se había cruzado con los saltones ojos del monstruo, este se había apresurado a esconderse tras el muro. El muchacho no había intentado perseguirlo, sino que presa del pánico se había alejado corriendo del lugar, lo cual por lo menos había evitado que la situación empeorase aún más. Cuando Daniel había tratado de buscar el apoyo del profesor Santana, experto en leyendas urbanas y mitología moderna, el emérito académico había asumido que se estaba mofando en su cara y había montado en cólera.
Sofía escuchó pacientemente el relato sin alterarse lo más mínimo, aunque en verdad bullía por dentro, y acogiéndose al procedimiento estándar se limitó a responderle a Daniel que ella no creía que fuese un mentiroso o estuviese loco, pero que, en su opinión, simplemente se había encontrado con una persona disfrazada que habría cogido un atajo a través de aquel descampado para acudir a alguna fiesta o evento. Respecto a porque se había escondido sospechosamente, había muchas respuestas posibles, todas ellas tan anodinamente normales como que la persona disfrazada hubiese querido asustarle maliciosamente, o que simplemente se hubiese agachado a abrocharse un cordón desatado del zapato.
— Recuerda Daniel, según nos enseñaron en clase de filosofía en estos casos hay que seguir la lógica de la navaja de Ockham: en igualdad de condiciones, la explicación más sencilla suele ser la más probable — concluyó apuntalando de este modo su argumento.
Daniel asintió, notoriamente más tranquilo, aquella lógica era aplastante, y la explicación del disfraz era varios órdenes de magnitud más plausible que plantearse la existencia de monstruos insectoides amantes del buen vestir. En cuanto Sofía cambió el tema y le hizo reír con un par de anécdotas graciosas de profesores, Daniel volvió a recuperar su habitual carácter alegre y despreocupado.
Pese a todo, cuando finalmente el estudiante se marchó llegando tarde a una de sus clases, Sofía seguía intranquila. Echó mano de su teléfono móvil, y tras comprobar que nadie podía escucharla, llamó a su tío John. Le informó de lo sucedido y tal y como esperaba este le convocó inmediatamente en la base local. Cruzando una puerta presidida por un cartel que rezaba “Sólo personal autorizado”, se internó en los oscuros túneles que tan bien conocía y que recorrían las entrañas subterráneas de la ciudad. Aquellos pasadizos carecían de luces, pero no las echaba en falta, ella podía ver perfectamente en la más opaca de las tinieblas.
Cuando llegó a la base local, allí estaba su tío, iluminado por una mortecina bombilla que colgaba precariamente del techo y volcado en el análisis de una pila de informes. Ni siquiera se había tomado la molestia de metaformosearse, ya que era improbable que algún humano pudiera llegar hasta allí, aunque eso sí, iba vestido de calle, luciendo uno de sus característicos jerséis color canela de cuello pico.
— No entiendo esa obsesión por el papel, tío John, tienes todos los informes en el ordenador y aún así te empeñas en ponernos en peligro imprimiéndolos, ¿y si alguna vez a alguien de la reprografía le da por leerlos? — le regañó Sofía.
— Blah, esos estúpidos infraseres no leerían nada ni aunque les fuese la vida en ello, no hay peligro alguno — respondió John sin inmutarse — Además, estando aquí he aprendido a cogerle cariño a las tecnologías analógicas, especialmente al papel y a los bolígrafos de colores.
— Lo que tú digas, aunque al margen de tus imprudencias la situación ya es grave; como te decía han pillado in fraganti a uno de los del equipo de Saul, ¿se puede saber qué diablos hacía sin metaformosearse a plena luz del día? — inquirió Sofía yendo directamente al grano — ¿Y si al idiota de mi compañero de clase le hubiera dado por grabarle con el móvil, o perseguirle, o ambas cosas?
— Habríamos dicho que se trataba de una broma con cámara oculta, o de una performance relacionada con alguna campaña de marketing viral — respondió John sin perder ni un ápice de su famosa flema, atributo que exasperaba profundamente a la inquieta Sofía.
— ¡¿Pero qué objeto tenía correr tal riesgo?! — exclamó ella sin poder contener su enfado — ¡Ahora los del equipo de limpieza tendrán que desmemorizar a Daniel! Y quizá también al profesor Santana...
— ¿Daniel?
— El compañero de clase que... ¡John! ¡No hagas como si esto no te importase! ¡Ha sido una cagada!
— Puede, pero ahora que estamos en la fase final nos podemos permitir estas... licencias. De hecho el equipo de Saul estaba experimentando justo con eso, con exponerse limitadamente a los humanos, son ellos los responsables del nacimiento de esa divertida leyenda urbana que ha corrido como la pólvora por toda la ciudad durante las últimas semanas. Engendros comedores de gatos que acechan en las sombras, me reí mucho la primera vez que la escuché.
— La fase final... ¿ya? ¿tan pronto? — Sofía pestañeó desconcertada, no se esperaba aquel giro de los acontecimientos, al menos no tan pronto. Tenía varios planes en curso. Muchos planes, a decir verdad.
— Sí, Sofía, nos toca irnos, ya hemos pasado demasiado tiempo estudiando a este planeta y a su especie dominante, y desde el Consejo tenemos que tomar una decisión, de hecho te iba a llamar antes de que tú te adelantases contactando conmigo, se nos ha convocado esta misma noche donde siempre.
— Todo... todo es muy precipitado...
— En realidad no, solo te lo parece porque querrías quedarte más tiempo aquí, sumergirte aún más en la sociedad humana, matricularte en más cursos, ser contratada en más trabajos, probarte más nombres e identidades, acudir a más fiestas, participar en más rituales de cortejo y lo que sigue... en definitiva conseguir que tu informe etnográfico tenga miles y miles de páginas, pero en verdad hace tiempo que hemos recopilado todos los datos que necesitábamos, y desde arriba nos están metiendo prisa, cada día más que pasamos en este planeta son recursos que la Federación tiene que costearnos y que hay que justificar. Tenemos diez días a partir de hoy para recogerlo todo e irnos. Esta noche nos reuniremos y decidiremos cómo hacerlo. Ya conoces la discusión que llevábamos tiempo evitando acerca del procedimiento a seguir cuando llegase este momento... ¿Tienes claro tu voto? Parece que las distintas posturas están muy igualadas, tu decisión podría hacer que la moneda caiga de un lado o del otro.
— Tengo meridianamente claro mi voto, pero no te lo voy a adelantar, tendrás que aguantar los nervios unas horas más — Sofía dotó a sus últimas palabras de un deliberado tono de sarcasmo.
— Como te gusta hacerte la misteriosa... bueno, tengo que terminar de revisar estos papeles, hasta la noche.
Sofía se despidió secamente de él y regresó pensativa a su casa. “Sofía”, le gustaba la sonoridad de aquel nombre pronunciado por un aparato fonador humano, lo echaría de menos cuando llegase el momento de abandonarlo. Ese había sido siempre el problema de sus estudios etnográficos, su inmersión en la civilización que exploraba era tan profunda que luego le costaba emerger y volver a ser ella misma. Con estos pensamientos danzando en el fondo de su mente, por el camino se fijó de otra manera en la gente que se cruzó con ella, en los edificios, en los anuncios luminosos, en el ruidoso tráfico... ahora que iba a marcharse lo veía todo de otra manera, empapado de una culpable nostalgia. Toda esa ordinaria cotidianidad humana quedaría pronto atrás. Incluso le dio igual cuando desde las alturas de una ventana algún desaprensivo lanzó una colilla encendida sobre ella.
Pasó lo que quedaba de la tarde haciendo la maleta; sólo le estaba permitido llevarse 10 kilogramos de objetos de cada planeta en el que trabajaba, y le costó seleccionar aquello que querría conservar. Finalmente ganaron varios libros, un puzzle 3-D del Taj Mahal, un par de Funkos de personajes de su serie humana favoritas, y el fósil de un amonite.
Transcurrió la medianoche y se desplazó a través de los túneles secretos hasta el sombrío edificio abandonado del viejo matadero. Allí concurrieron los otros 24 miembros del Consejo, al igual que ella todos luciendo libremente su lustroso e insectoide aspecto real, y tras intercambiar cordiales saludos y algunos chismes a través de los ultrasonidos de su idioma natal, la presidenta les llamó al orden, les puso brevemente al día y comenzaron la votación, que era a fin de cuentas el acto que allí les había convocado a tan intempestivas horas de la madrugada. Sofía, el miembro más joven y reciente del Consejo, votó la última en medio de un ambiente cargado de tensión, sintiéndose el centro de todas las miradas. 12 votos se habían inclinado hacia el “sí”, y otros 12 hacia el “no”. Le había tocado a ella desempatar.
— ¡Sí! — votó con tono potente y enérgico, provocando vítores y preocupados murmullos por igual.
— Muy bien — declaró ceremoniosamente la presidenta, se acuerda, con 12 votos en contra y 13 a favor, intervenir activamente en este planeta saneándolo antes de marcharnos de él, emprendiendo para ello la acción de erradicar completamente a la especie humana.
Relato escrito por Iván Escudero

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