Una hormiga normal en un mundo extraño

 

 

Una hormiga normal 

en un mundo extraño

 

 

  Cumpliendo con el comienzo de un nuevo ciclo circadiano, Niut despertó desperezándose con somnolienta lentitud en el cómodo y terroso rincón de descanso que compartía con otras dos compañeras. Envuelta confortablemente por una oscuridad total, negra como ella, se percató de que sus compañeras habían sido más madrugadoras y la habían dejado atrás. Le enfadó el hecho de que no la hubiesen zarandeado para despertarla… o a lo mejor lo habían intentado, ella siempre había tenido el sueño muy profundo. Fuese como fuese corrió a través de los laberínticos túneles del hormiguero, deseando no llegar demasiado tarde y chocándose por culpa de su apresuramiento con otras obreras que ya se encaminaban diligentemente hacia las tareas que les habían sido asignadas.

  Cuando al fin entró en la cámara de asignación de tareas, fue de las últimas obreras rezagadas en postrarse delante de la todopoderosa reina y su consejo asesor de elegantes machos alados. Como castigo por su pereza, le encomendaron la misión que más temía de todas: explorar. Niut se había malacostumbrado a que la destinasen a las apacibles granjas de pulgones, allá arriba en las ramas del arbusto, un trabajo sencillo y relativamente seguro. Pero no, aquella jornada no podría deleitarse con ningún furtivo chupito de azúcar de pulgón, en lugar de ello debería de jugarse absurdamente la vida allá fuera, lejos de la zona de confort que para ella constituía el área de influencia directa de su amado hormiguero. No entendía aquel afán de su reina, compartido por algunos de sus asesores, de querer ampliar cada vez más los mapas del mundo conocido, esa ambición por desentrañar sus extraños secretos… ¿para qué? ¡Ya tenían todo lo que necesitaban sin tener que ir a buscarlo más lejos! De nada les servía el conocimiento de otros espacios o criaturas exóticas, pero daba igual, se seguían ordenando misiones de exploración una tras otra… y algunas no regresaban.

 Muchas generaciones atrás su hormiguero había sido excavado por las legendarias primeras obreras, abriéndose camino sus túneles a través de la oscura tierra y las densas raíces que eran contenidas en una gigantesca estructura cilíndrica compuesta de un material muy duro y extraordinariamente resistente. Mucho se había discutido sobre el origen de aquella estructura, a la que se había otorgado el nombre de “tiesto”, pero lo único que parecía estar claro era su leitmotiv: alojar y mantener con vida al frondoso arbusto que crecía alimentándose y bebiendo de su húmeda tierra, y del cual ellas y otras criaturas dependían para su subsistencia. Dicho arbusto que era convenientemente regado cada dos días exactos por una catarata de agua surgida de un tubo negro volador, cuyas periódicas visitas formaban parte del orden natural de las cosas y cuyo origen, al igual que sucedía con la estructura del tiesto, era materia de especulación metafísica para los eruditos. 

 Un próspero ecosistema se había forjado entorno a aquella planta. Por ejemplo, estaban los rebaños de pulgones que sorbían su sabia y a los cuales ellas protegían y pastoreaban a cambio del azúcar que estos producían a modo de pago. Los pulgones eran individualmente estúpidos, pero colectivamente muy útiles. También estaban las cochinillas, bichos vagos, pacíficos y de atención disipada que no tenían inconveniente en alimentarse de todos aquellos detritus que iban cayendo sobre la superficie del tiesto, siempre en nombre de la ley del mínimo esfuerzo. Niut no compartía su pereza hedonista, pero las saludaba cortésmente cada vez que se cruzaban. Más problemáticas eran las escolopendras, ávidas y pendencieras cazadoras que encima eran venenosas. Las hormigas no figuraban dentro de su menú, pero a pesar de ello era por todas conocido lo conveniente de apartarse de su camino. Ella ya había tenido unas palabras muy gruesas con uno de aquellos alargados seres con demasiado número de patas y no quería repetir la experiencia. Todavía más patas tenían los milpiés, seres eruditos a la par que habladores que siempre estaban dispuestos a divulgar su amplio conocimiento, tanto si estabas por la labor como si no. Además de ser enormemente cansinos, hedían de modo nauseabundo. Ellos se justificaban argumentando que aquella era la herramienta defensiva que les había sido otorgada, pero Niut no podía soportar su atroz tufo, y estaba menos interesada aún en convertirse en oyente forzosa de sus densos soliloquios, con lo cual, al igual que hacía con las escolopendras, cada vez que veía a uno cambiaba de rumbo. Las abejas sin embargo le caían bien, ya que eran responsables e industriosas como ella. Se las encontraba a menudo cuando debía de pastorear pulgones en las alturas del arbusto, y de vez en cuando le contaban alguna fascinante anécdota vivida en otra planta, o cotilleos de su colmena, aunque tanto las abejas como ella misma solían estar tan atareadas que las conversaciones no acostumbraban a alargarse demasiado.

 Entre sus congéneres, como no podía ser de otro modo tenía sus afinidades y sus enemistades, pero disfrutaba cuando llegaba el final de la jornada y podía acomodarse en la barra del bar a tomarse una o dos jarras de cerveza de hongo en compañía de sus amigas obreras, comentando los pormenores del día y criticando la gestión de la despótica reina y su arrogante corte de aristocráticos machos alados. Se sabía que los machos, además de ejercer de consejeros, tenían asignada únicamente otra tarea obligatoria llamada "apareamiento", que debían de practicar cíclicamente junto con la reina para que esta pudiera seguir engendrando nuevas larvas destinadas a perpetuar el hormiguero. Los rumores siembre habían afirmado que dicha tarea, el apareamiento, era una actividad tan extremadamente placentera para los machos que estos se peleaban por ser el favorito de la reina, y así ella los mantenía sometidos y controlados. De este modo los machos más sumisos y dóciles eran los que más se apareaban con la reina. El rumor había dejado de serlo cuando una de sus amigas les había confesado que una noche en la que regresaba a su rincón de descanso algo más ebria de lo habitual, se había aproximado por error a los aposentos de la reina y la habían sobresaltado los aullidos de placer de uno de los machos, al parecer en pleno apareamiento. Sin embargo, y lo que era más grave, también había alcanzado a oír disfrutar ostentosamente a la propia reina, llegando entender las siguientes palabras entre sus estridentes gritos y gemidos: "¡Dame más duro o mañana elijo a otro! ¡Eso es! ¡Así! ¡¡Asííí!!". Tal cual se lo había transcrito su escandalizada amiga y no tenían motivo para dudar de ella. Esta revelación las había terminado de indignar a todas, los machos alados y la reina no solamente regían caprichosamemente los destinos de todas ellas, las trabajadoras obreras, sino que encima una de sus principales tareas les provocaba un indecible gozo que además la reina usaba con fines manipuladores. Sí, Niut debía de confesar que ella también se deleitaba robando algún chupito de azúcar de pulgón cuando hacía de pastora, y tampoco le hacía reparos a la cerveza de hongo y sus chispeantes efectos, pero nunca había chantajeado a nadie y por lo demás sus jornadas de trabajo eran largas, extenuantes y  transcurrían principalmente al aire libre, no como la reina y sus machos, siempre apoltronados en sus cámaras dentro de la seguridad del hormiguero. Algunas compañeras y ella estaban empezando a rumiar la idea de formar un sindicato, pero antes debía de sobrevivir a la misión que tenía asignada: explorar.

 Su mente había intentado divagar y escaparse de ello, pero el deber pesaba implacable y exigente sobre ella; por mucho que se resistiese a admitirlo tenía que obedecer, tenía que salir a jugarse la vida al mundo exterior. Se prometió a si misma que a su regreso, si es que regresaba, impulsaría la creación del sindicato y junto con sus compañeras exigiría el fin de aquellas malditas misiones suicidas. De lo contrario, se negarían a recolectar azúcar de los pulgones, se negarían a ir en busca de semillas comestibles, se negarían a cultivar hongos, y a ver quien podía más, quién resistía mejor el hambre. Mas primero era la misión.

 Le asignaron una compañera llamada Kiya, una hormiga con la que no recordaba haberse cruzado nunca (nada extraño teniendo en cuenta la elevada población del hormiguero) y las destinaron a explorar el sector 27-J. No se trataba ni de lejos de una buena noticia, era vox populi que la última misión lanzada al sector 27-J nunca había retornado al hormiguero. Niut sería la portadora del mapa y del cuaderno de bitácora, que debería de ir actualizando al final de cada jornada, y también les entregaron sendas mochilas con algunos víveres. Pasaron la noche en la misma cámara de descanso y partieron al amanecer del día siguiente.

  El mundo exterior empezaba más allá del tiesto y se trataba de una inabarcable explanada formada por enormes cuadrados anormalmente planos separados unos de otros por mugrientos surcos lineales, que se había acordado en denominar "baldosas". Recorriendo baldosas se podía llegar a otros tiestos, los llamados "exotiestos", así como hallar otros objetos o ubicaciones más difíciles de describir. A veces incluso encontraban comida. Decir que el mundo exterior era peligroso era quedarse corto, muy corto. La lista de amenazas era prácticamente inabarcable. Por ejemplo estaban las inundaciones, arrolladoras trombas de agua que surgían aparentemente de la nada y arrasaban con todo lo que encontraban a su paso. En el caso de que consiguieses no ahogarte, eras transportado muy lejos haciéndose difícil localizar después el camino de vuelta. En el extremo contrario, en ocasiones el sol calentaba las baldosas al extremo de transformarlas en superficies abrasadoras. No era infrecuente localizar sobre ellas los cadáveres calcinados de alguna misión exploradora o de algún otro ser.

 Sin embargo, quizá el puesto de honor entre las amenazas que debía de afrontar una hormiga exploradora estaban las otras criaturas con las que compartían el mundo. "El infierno son los demás", recordaba Niut que había escuchado decir una vez, y vaya si era cierto. Las arañas eran responsables de muchas desapariciones de compañeras suyas, pero quizá las más problemáticas eran las hormigas rojas, sus enemigas juradas. Si bien ellas, las hormigas negras, eran seres pacíficos dedicados a la ganadería del pulgón, la agricultura de hongos y la recolección de semillas comestibles, las hormigas rojas por el contrario eran peligrosas cazadoras, cuando no repugnantes carroñeras. Iban en grupos de cinco y cuando localizaban a algún insecto desprevenido, cuatro de ellas lo intentaban inmovilizar mientras la otra acudía en busca de refuerzos, refuerzos que podían incluir a letales hormigas soldado provistas de enormes cabezas armadas con poderosas mandíbulas. En una ocasión unas exploradoras habían relatado a su vuelta al hormiguero una pavorosa escena en la cual decenas de hormigas rojas, soldado incluidas, estaban devorando en vida a una desafortunada lombriz cuando una araña se acercó con el objetivo de intentar apresar a una de ellas. Sin embargo la apresada fue la araña, y no solo apresada, sino también descuartizada en el acto. Ese era el nivel de violencia que podían alcanzar las hormigas rojas, con lo cual al menor atisbo de una de sus cuadrillas de caza había que poner tierra de por medio lo más rápidamente posible.

 Hasta aquí los principales peligros oficialmente reconocidos, pero luego estaban las leyendas, los susurros entre cerveza y cerveza en la barra del bar. Hormigas que desaparecían misteriosamente y volvían a aparecer horas o incluso días más tarde farfullando cosas ininteligibles acerca de campos de fuerza, seres absurdamente gigantescos que sometían a los insectos que capturaban a terribles vejaciones cuando no a espantosas torturas, y demás insensateces por el estilo. Enormes discos brillantes, duros y pesados que caían del cielo aplastando a compañeras para luego desaparecer tan inexplicablemente como habían aparecido. Dulces gotas pegajosas de las cuales las exploradoras menos avispadas intentaban comer y morían sumergiéndose y quedando atrapadas en ellas. Todos estos hechos sobrenaturales y otros muchos más, de los cuales nadie hablaba abiertamente pero todas conocían, eran en general achacados al Dios Loco, una entidad todopoderosa que supuestamente habría creado el mundo eones atrás fruto de uno de sus megalómanos delirios, y que de vez en cuando intervenía en él sin ningún objetivo concreto, persiguiendo únicamente el caos que constituía su más pura esencia. Según algunos, los seres grotescamente gigantescos que protagonizaban las abducciones serían los servidores directos del Dios Loco. El credo en el Dios Loco no era monopolio exclusivo de ellas, las hormigas negras, sino que era compartido por otras criaturas, como por ejemplo sus amigas las abejas o los charlatanes milpiés.

 Mientras avanzaban cautelosamente recorriendo baldosa a baldosa, Niut trataba de mantener alejadas de su mente todas las formas distintas en las que Kiya y ella podían hallar una horrible muerte allí en el Mundo Exterior. Pronto dejaron atrás el exotiesto más cercano, un lugar ya muy trillado poblado por una pacífica comuna de cochinillas anarquistas en extraña convivencia con una solemne congregación de milpiés dedicados a la contemplación de la esencia de la existencia, y antes de que cayese la noche consiguieron alcanzar su objetivo del día, un exotiesto invadido por un próspero reino de termitas con las cuales su hormiguero solía comerciar a menudo. Allí se alojaron en las cámaras de invitados a cambio de un par de semillas cada una, no sin antes emborracharse en la cantina local a base de chupitos de licor de celulosa, la especialidad de la casa.

 Desinhibidas gracias al alcohol, entablaron una animada conversación con una pareja de termitas obreras, las cuales les informaron de que hacía algunas semanas habían derrocado a la absolutista pareja de rey y reina que hasta entonces les había estado gobernando con sanguinario puño de hierro. A los monarcas se los ejecutó públicamente bajo la acusación de tiranía y asesinato de termitas disidentes. Ahora se congratulaban de ser una república igualitaria y todo marchaba bien, bueno, no todo, les confesaron, habían dejado de aparecer nuevas larvas y eso estaba empezando a preocupar a algunas de ellas.

― Eso va a ser porque ya no hay ninguna reina termita que pueda aparearse con un macho ―  aventuró Niut.

Como la pareja de termitas obreras republicanas desconocían el significado de la palabra apareamiento, tuvieron que explicárselo, al menos hasta donde sabían en base a lo que sucedía en su hormiguero.   

― Entonces... ¿si las obreras nos apareamos entre nosotras podremos engordar como vuestra reina y engendrar larvas? ― preguntó esperanzada una de las termitas.

― Me temo que es improbable ― respondió Niut ― parece que solo los miembros de la realeza pueden hacerlo, acoplando para ello sus cuerpos de una manera especial y realizando un movimiento rítmico denominado "cópula".

― ¡Así es! ― añadió Kiya ― Anoche, como estábamos solas en la misma cámara de descanso y con los nervios de la misión no podíamos dormir, Niut y yo intentamos aparearnos, ya que se dice que da mucho placer, incluso más que un buen masaje en las antenas, pero no encontramos el modo, y mira que le pusimos imaginación y lo intentamos de distintas maneras.

― Según nos contó un milpiés este mediodía ― prosiguió Niut ― los machos tienen una especie de apéndice que insertan en una hendidura que hay en el cuerpo de la reina, tras lo cual, manteniéndose ensamblados, inician el movimiento de cópula, una especie de bamboleo con el cual deberán de persistir el tiempo que sea necesario hasta llegar a una fase llamada "climax", en la cual expelen una sustancia a través de su apéndice, sustancia que al mezclarse con las esencias internas de la reina permite que esta pueda engendrar nuevas larvas. Parece que sin ensamblar estos órganos especiales, moverse en cópula y mezclar sustancias con esencias, no es posible aparearse, por eso Kiya y yo no lo logramos anoche, por mucho que nos abrazamos, frotamos y tratamos de unir nuestros cuerpos de todos los modos que se nos ocurrieron. El milpiés también le dio otro nombre, lo llamó "sexo", nos confirmó que en efecto provoca un gran goce a quienes lo practican y sintió lástima de que nosotras  no pudiéramos hacerlo.

 Las termitas las escucharon con visible consternación.

― Esta noche intentaremos "aporearnos" ― dijo una de ellas aferrada a un último hilo de esperanza ― somos una especie distinta, igual nosotras sí podemos.

 Niut y Kiya apuraron sus últimos chupitos y asintieron en silencio, no querían robarles la ilusión, aunque una sola mirada entre ellas bastó para darse cuenta de que ambas pensaban lo mismo: ya no había esperanza para las termitas.

 Aquella noche Niut tuvo mucho que escribir en el cuaderno de bitácora antes de irse a dormir al lado de Kiya, y día siguiente abandonaron la efímera república de termitas y siguieron con su misión. Las siguientes dos noches las pasaron en exotiestos menos explorados pero igualmente conocidos, uno dominado por un racimo de coloridas flores frecuentemente visitadas por alegres abejas, y el otro por un puntiagudo cactus. En ambos pudieron reponer víveres, pero al acercarse al cactus les aterró la visión del cadáver de una cochinilla ensartada en uno de los mortíferos pinchos de la planta. "El Dios Loco" se limitó a responderles el taciturno gorgojo al que preguntaron por ello.  Al cuarto día se adentraron ahora sí en lo desconocido, en el sector 27-J

 Hallaron un nuevo exotiesto inhóspito cubierto por la mortaja de una vegetación tan seca que se hacía polvo al tocarla. Al explorarlo se toparon con un deteriorado escarabajo que, con ojos desenfocados por la locura, les explicó balbuceante que hacía tiempo aquello era un vergel, pero un día el agua dejó de caer como sucedía en otros tiestos y todo se marchitó y murió. Él afirmaba ser el último superviviente de un antaño boyante gremio de escarabajos circenses. En los buenos tiempos acudían a visitarles criaturas de muchos lugares y nunca faltaba la buena comida y la mejor bebida, pero ahora.... Ni Niut ni tampoco Kiya supieron qué decirle más allá de transmitirle sus condolencias.

 Acamparon allí para pasar la noche, los más alejadas posible del escarabajo loco. Niut, además de actualizar el cuaderno de bitácora como hacía todas las noches, por vez primera debió de dibujar nueva geografía en su mapa, lo cual para su sorpresa le hizo mucha ilusión. Mientras, Kiya salió a buscar víveres, pero a diferencia de otros días regresó con las manos vacías, allí no había nada excepto muerte y desolación. Y por si no fuese suficiente con tal panorama, aunque habían puesto una generosa distancia entre ellas y el escarabajo loco, aún así les llegaron sus estrepitosos ronquidos. Nunca habían escuchado a ningún otro insecto roncar a ese grotesco nivel, y dado que así se hacía difícil dormir Kiya propuso que volvieran a intentar aparearse, quizá se les había escapado algún detalle de su anatomía que lo permitiese, algún apéndice y hendidura ocultos. Niut, que seguía sintiendo gran curiosidad por el tema, accedió.  Como la primera noche que habían pasado juntas, le pusieron empeño, mas sin ningún éxito. Al final, simplemente terminaron besándose, al menos eso sí podían hacerlo, les gustaba y se les daba bien. Sentían amor y ternura la una por la otra, disfrutaban del calor de su mutua cercanía física, pero no podían acoplarse ni sentir ese misterioso goce del sexo del que les había hablado el milpiés y que su reina disfrutaba con sus machos noche sí y noche también. Niut maldijo en voz alta al Dios Loco por haberlas discriminado de aquella manera al crear el mundo, y acto seguido se descubrió riéndose amargamente de si misma ante el absurdo de sus pretensiones. Kiya la tranquilizó con suaves palabras y cuando los ronquidos del escarabajo amainaron un poco ambas consiguieron quejarse dormidas.  

 Fue el quinto día cuando se desató el infierno. No fueron hormigas rojas, ni arañas, ni una súbita inundación. No, se trató de algo terroríficamente desconcertante. Se despertaron temprano para proseguir con el cartografiado del sector 27-J. Llevaban recorridas varias baldosas y la enorme mole de un nuevo exotiesto desconocido se alzaba delante de ellas cuando de repente escucharon una lejana reverberación que iba creciendo preocupantemente en intensidad. Tras unos pocos segundos la reverberación se transformó en un escalofriante rugido cacofónico cuyo origen no tardaron en descubrir: una estampida de grandes cucarachas corrían frenéticamente hacia ellas. Bajo sus largas patas otros insectos en comparación mucho más pequeños corrían también, un heterogéneo tumulto formado por hormigas rojas, escolopendras, tijeretas, escarabajos y otros seres. Todos ellos tenían sin embargo un denominador en común: el pánico. Gritaban, gemían y aullaban de terror.

― ¡Es el fin! ¡Es el apocalipsis! ¡El día del juicio final ha llegado! ― Oyeron chillar a una hormiga roja soldado.

 ― ¡Es el Dios Loco! ¡Se ha despertado de su letargo y nos arroja su delirante ira asesina! ― Exclamaba con voz grave una cucaracha.  

  Niut y su compañera Kiya se lanzaron como alma que lleva el diablo hacia el cercano exotiesto, pero cuando se dieron cuenta de que no conseguirían alcanzarlo a tiempo, giraron para correr la misma dirección que el torrente de insectos, a fin de no ser arrolladas por él. Ambas se deshicieron de sus mochilas en un intento por ganar velocidad. Entonces Kiya se tropezó, rodando aparatosamente por el suelo y Niut fue incapaz de dejarla atrás. La ayudó a levantarse, pero cuando quisieron volver a echar a correr ya era tarde, la multitud las arrolló.

 Se perdieron de vista una a la otra y a partir de ahí todo fue un caos de patas, una vorágine de gritos y augurios de una muerte inminente. Niut rodó y fue golpeada por muchos seres distintos. Sin saber muy bien cómo consiguió dar un salto y aferrarse al caparazón de una cucaracha. Trepó trabajosamente hasta la parte más alta de su duro y resbaladizo caparazón, y cabalgando sobre ella, mientras se esforzaba por no caerse, se atrevió a mirar hacia atrás. Lo que vio la paralizó de miedo. Una ominosa nube de color verde se cernía sobre ellos, más rápida, mucho más rápida que la muchedumbre de insectos en plena huida. Así que así iba a morir. No desmembrada por hormigas rojas, ni envuelta en la seda de una araña, ni ahogada en agua, ni aplastada por algún objeto surrealista. No, el Dios Loco les había deparado aquella grata sorpresa, una nube de muerte tan arbitraria e inexplicable como Él mismo. Mas no se soltó del caparazón de la cucaracha, sucumbiría, sí, pero intentaría demorarlo todo lo posible, así estaba escrito en su naturaleza.

 Atrapada en aquella pesadilla, se entregó sin condiciones a la autocompasión lamentándose profundamente de su desgracia. Ojalá su vida hubiese sido distinta y no se hubiera visto conducida a aquella trampa mortal, ojalá no fuese una obrera a la que le habían ordenado explorar, ojalá fuese una reina hormiga, una reina que pudiese dar órdenes a las demás, aparearse con un macho distinto cada noche y dedicarse a engendrar larvas sin moverse de su confortable cámara. O mejor aún, una reina abeja. Ójala, ójala. Y fue entonces cuando renegando al fin de su instinto de supervivencia decidió rendirse, cerró los ojos, se soltó del caparazón de la cucaracha y se dejó caer. Nunca llegó al suelo, en lugar de ello una enorme y peluda mano la atrapó violentamente en el aire y la elevó con inusitada velocidad. Cuando se atrevió a abrir los ojos estaba muy alto, más alto de lo que nunca había estado en toda su vida, ni siquiera en la más elevada hoja de la más elevada rama del querido arbusto de su amado tiesto. Bajo ella una siniestra neblina verde lo difuminaba todo.

― Tranquila, estás a salvo, las hormigas negras siempre me habéis caído bien, me habría gustado salvar a alguna otra compañera tuya, pero solo te vi a ti ― Explicó con voz clara y limpia el abejorro que la había salvado.

― Kiya... ― Surrurró Niut para si misma sintiendo como su alma era anegada por una intensísima pena y las lágrimas brotaban descontroladamente de sus ojos.

 Volaron durante un rato, dejando detrás de ellos las cúspides de las plantas de varios exotiestos primero, y luego otras extrañas estructuras que Niut jamás había visto ni de las que tampoco había nunca oído hablar. Desconcertantes telarañas de brillantes postes metálicos, cuencos blancos mirando hacia el cielo, delgados exotiestos de oscuro interior hueco... todas estas estructuras eran de tamaño absolutamente descomunal, en especial las telarañas metálicas, muchas veces más largas y anchas de lo que calculaba medía todo su hormiguero al completo. Finalmente volvieron a encontrarse con vegetación, avistando de nuevo un exotiesto convencional. Parecía tratarse de un arbusto, aunque distinto a ninguno que Niut conociera, con hojas más anchas y claras. El peludo abejorro la depositó cortesmente en una hoja y luego aterrizó con gracilidad a su lado.

― ¡Qué ha sucedido! ¿Qué les ha pasado a todos? ¡Dónde estoy! ― Gritó Niut rompiendo el silencio que había mantenido hasta ese momento víctima del shock.

 El abejorro suspiró y pareció pensárselo antes de finalmente contestar.

― Tu terraza ha sido fumigada con insecticida ― comenzó a explicar ― Todo lo que conocías ha desaparecido. Todos los insectos a los que apreciabas, amabas, temías u odiabas han muerto, excepto quizá aquellos que pudieran volar y hayan atinado a escapar a tiempo. Lo siento mucho. No es la primera vez que contemplo un exterminio semejante, de hecho una vez casi sucumbo a uno. Es cosa de los gigantes de dos patas, los sicarios del Dios Loco. Lanzan veneno en forma de gas. Los supervivientes lo llamamos insecticidio en masa o fumigación, y al gas letal lo conocemos como insecticida. Ahora estás en otra terraza. Puedes intentar ser adoptada por otro hormiguero y volver a empezar.

― Pero... pero... ¿Por qué? ― tartamudeó débilmente Niut cayendo de rodillas y sintiéndose más cansada de lo que nunca se había sentido en toda su vida. No entendía nada, aunque en el fondo de su ser sabía que en verdad no había nada que entender.

― Porque vivimos en un universo absurdo y hostil ― Replicó duramente el abejorro ― Es lo que hay, podemos filosofar sobre ello todo lo que queramos, pero no podemos cambiarlo. Intenta gozar y disfrutar de la vida cuando esta te deje y no pienses demasiado en ello.  

 Dicho esto, el abejorro echó a volar dejando sola a Niut sobre la hoja de aquel arbusto, en un nuevo tiesto, en una nueva terraza, en una nueva vida.

 

Relato escrito por Iván Escudero


 

 


 

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