Decisiones
Decisiones
La Ciudad Sin Nombre era un extraño lugar. Distaba muchos kilómetros de Ciudad Capital pero, al igual que ésta, era un centro donde era habitual encontrar espías. Tanto espías de la Agencia, quien controlaba por completo Ciudad Capital, como espías de otras agencias menores. Sin embargo, Ciudad Sin Nombre no estaba controlada por la Agencia ni mucho menos, aunque en la lucha por el poder llevaba todas las de ganar. Y esto lo conseguiría obteniendo información de un agente de esas otras agencias. Era ésta una práctica habitual en la que la Agencia invertía agentes experimentados. A veces eran descubiertos, y quizá asesinados, pero por lo general eran ellos quienes mataban a sus informadores una vez ya no fuesen necesarios, ahorrándoles el trabajo a sus contrincantes.
Fue precisamente una de estas misiones la que le fue encomendada a la agente Silvia Yuste. Se trataba de localizar y "conectar" con el agente enemigo John Smith. Nada fuera de sus posibilidades. Y cuando ya no hiciese falta su información acabar con su vida de manera rápida y precisa.
Apenas se instaló en un pequeño apartamento corrió al bar donde debía encontrarse con Smith. Una vez allí, y vistiendo ropa sugerente, le localizó en la barra y se sentó próxima a él. Tan pronto como le sirvieron una copa se giró como queriendo observar la pista de baile o la banda de música, vertiendo en el proceso su bebida sobre la camisa de John Smith. Así fue como entraron en contacto.
A partir de entonces, lo demás fue coser y cantar. En un mes ya vivía en su piso y le extraía información. Poco a poco, empezó a notar que ya no se sentía obligada a intimar con Smith, sino que lo hacía de buen grado. Tanto, que algo dentro de ella le hizo desear que aquello nunca terminara, que no fuera necesario dar fin a su misión.
Pero los deseos, como tantas cosas, no son algo que siempre se cumplan. De hecho, lo normal es que no sea así. La cuestión es que ocurrió lo que tenía que ocurrir.
Por la mañana, tras despedirse de Smith cuando éste salió a trabajar, decidió ir a comprar un periódico como hacía cada día. Mientras caminaba pasó por delante de una floristería, por lo que se le ocurrió comprar después unas pocas flores para colocar en un jarrón. Con este pensamiento salía del quiosco cuando se le cayó el alma a los pies. Frente a ella se encontraba su contacto, sentado en una mesa en la terraza de un bar. Al verle supo lo que le iba a decir; aun así se sentó en una silla cercana, en otra mesa, y pidió un café.
Poco después pasaba de nuevo por delante de la floristería, pero no tenía ánimo para comprar nada. Su contacto le había notificado lo que su mera presencia le había sugerido. La misión había terminado, por lo que debía hacer aquello que más temía. Al día siguiente por la noche debía estar de regreso en Ciudad Capital con su tarea hecha. Horrorizada más con sus sentimientos al respecto que con el hecho en sí, volvió lentamente a la casa. John no volvía hasta la noche, así que tenía hasta entonces para pensar. Al meter la llave en la cerradura se dio cuenta de que esa era la primera vez que pensaba en él por su nombre de pila. De algún modo, eso le facilitó su decisión.
El resto del día lo pasó con preparativos. Preparó dos maletas, una para él y otra para ella. Cuando llegó la hora de comer se preparó un pequeño bocadillo, pero no comió la mitad y lo que comió lo acabó devolviendo. Supuso que serían sus nervios y le restó importancia. Como aún quedaban varias horas salió a la calle a tomar el aire. Vagó sin rumbo por el centro de la ciudad, decidida a contárselo todo y a huir con él, pese a las consecuencias que tendría. Pues no solo iba a traicionar a la Agencia y a su país, sino también a su familia, ya que su padre era el director y su hermano un agente especial. Perdida en sus pensamientos, no se dio cuenta de la hora que era hasta que no escuchó las campanadas de una torre cercana. Al darse ver que ya era muy tarde, volvió al apartamento.
Al llegar observó que la puerta estaba abierta, por lo que volvió a meter las llaves en un bolsillo y sacó una de las armas que llevaba encima. Entró con precaución y vio que todo parecía estar en orden. Entonces se fijó en que el plato que había quedado con el medio bocadillo estaba en la cocina, secándose, y del bocadillo no había ni rastro, por lo que supuso que John ya habría llegado a casa. Antes de abrir la puerta de la habitación principal, supo lo que iba a encontrar.
Efectivamente, encontró a John sobre la cama sin deshacer, degollado con mucha precisión como si lo hubiera hecho ella misma. Con los ojos anegados de lágrimas se aproximó a él mientras volvía a guardar su arma. Solo entonces notó una presencia a su espalda. Se giró prestamente, echando la mano de nuevo a su arma pero se quedó en eso, en un gesto, porque lo que vio la dejó helada. Con un cuchillo del que aún goteaba sangre en la mano, se encontraba ante ella Arnold Yuste, su hermano. Tomó aire para tratar de tranquilizarse pero al pedirle explicaciones se notó claramente su turbación. Entonces Arnold le explicó con voz tranquila que le habían asignado su protección y vigilancia al tratarse de su primera misión importante. Esa mañana se dio cuenta, no solo de que iba a desobedecer las órdenes, sino que además iba a cometer traición, por lo que decidió actuar. Con eso había evitado que echase su carrera por la borda solo por una relación sin futuro. Smith estaba en la lista negra de la Agencia y, de haberlo ayudado, ella se habría convertido en uno de los más buscados. Y a un traidor no se le degollaba, le recordó, se le hacían cosas más lentas y dolorosas.
Tras esa declaración Silvia dijo algo y comenzaron a discutir. Tras varios minutos ella acabó por darle la razón a su hermano. Finalmente decidieron que, oficialmente, era ella quien había hecho todo el trabajo, sin vacilación, y que él no reveló su cometido hasta que ambos llegaron a Ciudad Capital.
Más tarde, ya en el tren y sola en un compartimento, dejó salir todo lo que llevaba dentro. Lloró silenciosamente y sin parar por lo que había ocurrido, y por la imposibilidad de ver realizado su deseo de esa mañana. Una vez logró calmarse, pensó en lo que haría a continuación. Tenía dos opciones: confesar la verdad y arriesgarse a la muerte, lo que ahora no le parecía tan malo, o contar la verdad de Arnold y seguir viviendo. Mantuvo un debate interno durante el resto del viaje, pero al llegar a Ciudad Capital ya había tomado una decisión: seguiría adelante con su vida y trataría de olvidarlo todo.
Pero el destino parecía no estar de acuerdo con el olvido, porque pronto encontró en sí algo nuevo y diferente. Algunos olores que antes ignoraba le provocaban náuseas, algo que tenía todas las mañanas al levantarse. Asustada, comprendió todo lo que le decían esas señales: estaba embarazada. Antes de que comenzara a sopesar sus opciones, le encargaron una nueva misión. Se trataba de una tarea de vigilancia. Solo vigilancia, nada de interactuación. Se le ocurrió que su hermano pudo haber tenido algo que ver en la elección, pero pronto rectificó: aunque tenía poder no era tanto como para eso.
Así que allí se dirigió. Debía permanecer durante la mayor parte del tiempo en una cabaña próxima al lago Lugán, al este del país. Su contacto sería Hannah, con quien entabló hacía tiempo una buena relación de amistad. Eso la agradó. Hannah era la única persona con quien realmente podía hablar sin tapujos. No pertenecía exactamente a la Agencia; de hecho, pertenecía a una agencia extranjera con la que colaboraban. Pero Silvia sabía que en ella podía confiar para lo que necesitase.
Y el tiempo fue pasando en la remota cabaña del lago. Meses después Hannah dejó de colaborar con la Agencia. Su agencia envió otros agentes como compensación. Lo único que llegaron a saber de ella fue que había regresado a su país acompañada por su hija recién nacida, Nadia, aunque nadie sabía la identidad del padre. Pero por los rasgos de la pequeña quedaba claro que el padre no era de la misma nacionalidad que la madre. Y Silvia no volvió a verla, ni tampoco volvió a pensar en John Smith, quien le había llevado a tomar decisiones, una de ellas truncada con la llegada de Arnold, que nunca antes habría imaginado.
Escrito por Aránzazu Zanón
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