Guerra

 GUERRA



La vida era sencilla, estable y perfecta. Todos los individuos tenían su cometido, no eran necesarias las palabras para indicar las tareas asignadas a cada uno. Claro que de haber sido necesario utilizar palabras tampoco habría sido posible, ya que no disponían de cuerdas vocales. Pero como realmente no las necesitaban, nadie se quejaba de ello.
No había tiempo para quejarse, de todos modos; la actividad esos días era frenética y no podían desperdiciar ni un segundo. No en vano unían sus esfuerzos para prepararse ante la llegada de la temporada de frío. Esto implicaba que pronto acabaría casi por completo la recolección a la que dedicaban tan ímprobos esfuerzos, al escasear todo aquello que pudiera ser recolectado.
El frío, la inmovilidad que se asemeja a la muerte. El hastío, la falta de actividad en apariencia interminable pero de cualquier modo inevitable.
Pronto tendrían que sobrealimentarse para asegurar su superviviencia durante el periodo de bajas temperaturas. Si no actuaban correctamente, la colectividad podría llegar a perecer. Y eso era algo que no podían permitirse.
Aquella era su vida y la de otras como ella, una sucesión inacabable de etapas que se repetían constantemente, siempre en el mismo orden y con similares características. Esa era la vida, y estaba feliz de que así fuera (si es que alguien como ella podía albergar en su interior algo parecido al sentimiento de la felicidad). De cualquier modo, se sentía satisfecha por cumplir con su labor diligentemente tal y como se esperaba de ella.
Aquella mañana, como la anterior, debía recorrer un largo camino hasta alcanzar una fuente de alimento descubierta pocos días antes. Aquel manantial de comida era algo muy raro de encontrar esos días, tan provisto como estaba de alimentos de toda clase y condición. Generalmente llevaban de vuelta aquello que encontraban sin detenerse a considerar los beneficios que traería a la colectividad su consecución. Sin embargo, aquí encontraban tal variedad que se veían obligadas a dilucidar qué era mejor recoger, ya que necesitarían a todas las obreras durante la vida de varias reinas para poder recogerlo todo.
Algunas de ellas no realizaban esa distinción; empezaban a notar los efectos de la cercanía del invierno y se afanaban en recoger lo primero que estaba disponible para regresar cuanto antes junto a las otras. 
Pero ella no. Ella tenía que ponderar cada una de sus decisiones, de manera que en cada viaje transportara lo que mayor valor nutricional podía aportarles. Por eso era, desde hacía unos días, la primera en llegar y la última en marcharse y, sin embargo, la que menos viajes realizaba a lo largo del día. Pero como sus viajes eran tan fructíferos se lo perdonaban, gracias a la gran calidad de todo aquello que recolectaba.
Esta es la razón de que ella fuera la única que permanecía en el exterior cuando la fatalidad cayó sobre ellas como una losa sobre una tumba.
Todo empezó como cualquier otra mañana. Salió la primera, abandonando el abrigo del hogar para encaminarse diligente a realizar su importante labor. Como en alguna ocasión anterior (hasta aquí, nada fuera de lo corriente), el camino marcado estaba cortado, interrumpido por la aparición de una mole de algo no comestible. Como en esas ocasiones anterior, asumió la responsabilidad de encontrar un camino alternativo que le llevara al mismo objetivo, dando un rodeo antes de reconectar con el recorrido original y marcándolo para que quienes llegaran detrás de ella supieran qué itinerario alternativo tomar.
En esta ocasión le costó más que las anteriores encontrar la nueva senda, ya que durante su búsqueda se topó con varias más de estas moles insalvables. Pero al final logró alcanzar su objetivo. Ya más relajada, comenzó su examen del sustento dispuesto frente a ella a modo de festín para proceder a escoger las mejores piezas de entre las que se le ofrecían libremente.
Tan enfrascada estaba en su tarea, y tanto se había adentrado en ese lugar, que tardó mucho tiempo en darse cuenta de que sucedía algo extraño. A estas alturas del día, y con las otras fuentes de alimento prácticamente agotadas, el lugar debería estar repleto con sus trabajadoras hermanas. Sin embargo, ella era la única allí.
Una vez escogida una porción del festín que colmaba e incluso superaba sus expectativas se la cargó a la espalda para comenzar el camino de vuelta. También durante su regreso tuvo que trazar rutas alternativas al encontrar varios de aquellos objetos. Llegó incluso a pararse frente a uno de ellos tratando de entender lo que era, sin éxito; nunca se había encontrado con nada parecido. Su superficie era dura y lisa, más dura y más lisa que la de cualquier piedra que conociera. Y su color, dorado, no se parecía a nada que se pudiera encontrar en la Naturaleza. Su forma ovalada ligeramente acabada en punta en uno de los lados y con un corte liso en el otro la hacía fácil de empujar, pero moverla no le suponía ningún interés.
Recogiendo nuevamente su preciada carga continuó su ahora tortuoso camino, ya que cada vez debía desviarse con más frecuencia de la senda original.
Aun si las de su condición tuvieran la capacidad de soñar, ni en sus más salvajes y alocados sueños habría sido capaz de concebir la visión que encontró en el lugar que antaño llamaba hogar.
Donde antes se encontraba su preciado y, en su opinión, precioso hormiguero, ahora no había nada. Bueno, nada no. Había un agujero de dimensiones mayores a las del propio hormiguero, rodeado de cuerpos de gran tamaño y un mar escarlata que parecía alcanzar todo cuanto estaba en su vista.
Soltó su carga, paralizada sin saber qué hacer. El hormiguero ¿destruido? ¿O quedaría algún túnel intacto por el que hubiesen sacado a la reina, de manera que pudieran crear otro hormiguero en nuevo lugar?
Nunca lo sabría. Como no sabría la naturaleza del maletín que la aplastó contra la piedra donde estaba posaba, cuando los paramédicos acudieron para buscar supervivientes.
Nunca sabría qué arma ni qué guerra de los humanos había acabado con ellas.


Escrito por Aránzazu Zanón


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