El archivero jefe

    


      El archivero jefe


 Magnus no se consideraba malvado, a pesar de que sin duda había un fuerte poso de maldad en lo que hacía. Mas era una maldad necesaria, justificada, ineludible. Él construía la historia, le daba forma, la envolvía para regalo y se la presentaba a toda la humanidad.  

No trabajaba en solitario; aquella tarea, dadas sus enormes dimensiones y basta complejidad, era un esfuerzo conjunto que movilizaba a todos los habitantes de Atlus. Sin embargo él, como Archivero Jefe, tenía la máxima responsabilidad. Debía de coordinar al resto de archiveros, así como a los ejecutores y limpiadores, para que todo funcionase correctamente y la historia humana fuese la que tenía que ser.

 Con todo, pese a que aspiraba a la perfección, no llegaba a ser omnisciente ni omnipotente y en puntuales ocasiones algún error se las apañaba para escapar a su supervisión. Cuando esto ocurría perturbadores fragmentos de verdad se filtraban a la opinión pública, momento en el cual entraba en acción el gremio de los limpiadores. Los limpiadores se encargaban de que aquellas personas que fortuitamente hubieran entrado en contacto con conocimiento prohibido fueran vistas por los demás como excéntricos frikis, cuando no directamente locos. Lo cierto era que a lo largo de las últimas dos décadas los limpiadores habían tenido más trabajo que nunca por culpa de Internet y de la ubicuidad de los teléfonos inteligentes en los bolsillos de la gente. Sin embargo, Magnus sospechaba que aquello duraría poco y antes de que terminase el S.XX podrían regresar a tiempos menos ajetreados. A fin de cuentas la historia era cíclica, como sabían ellos mejor que nadie.

A veces Magnus envidiaba el trabajo de campo que tenían que realizar los ejecutores y los limpiadores.
Los ejecutores se encargaban de dar pero también de quitar. Por un lado, dejaban anotaciones con ecuaciones revolucionarias en los escritorios de algunos científicos, o influían decisivamente en la literatura bajo la cobertura de opacos pseudónimos, o financiaban expediciones, o incluso se metían en política y ayudaban a inclinar la balanza del lado del bien. Por otro lado, no les temblaba el pulso a la hora de destruir evidencias arqueológicas, quemar bibliotecas, y desde hacía algún tiempo también habían tenido que convertirse en avezados hackers, arrasando cualquier información digital perniciosa e incluso machacando dispositivos hardware a martillazos cuando era preciso. Era cierto que los ejecutores pasaban cada vez más tiempo pegados a una pantalla, pero aún así, de vez en cuando todavía tenían que abandonar Atlus para viajar por el mundo, mezclarse entre distintas culturas, empujar a la sociedad en la dirección adecuada y destruir cosas.  ¡Cómo anhelaba poder divertirse así!

 Los limpiadores habían sufrido una evolución similar a la de los ejecutores, adaptándose al hiperconectado y sobrecomunicado mundo digital, de modo que casi todo el tiempo lo empleaban en programar bots, envenenar a sus objetivos a través de las redes sociales, ensuciar historiales de búsqueda en navegadores, recurrir maestramente al deep fake, etc. Pero incluso aun así, al menos una vez por mes tenían la suerte de emerger a la superficie a fin de perpetrar entretenidas fechorías. Por ejemplo, añadir LSD en el bote de café de un YouTuber molesto, o proporcionar una convincente entrevista repleta de pruebas falsas a un intrépido investigador, o emborrachar con absenta a un periodista demasiado curioso y conseguir que amanezca desnudo en mitad de un parque con las palabras “amigos del cosmos llevadme a vuestro planeta” escritas con rotulador indeleble en el pecho; o en los casos más extremos hacer enloquecer totalmente al objetivo. Era muy fácil conseguir que una persona se volviera loca. Llamadas en mitad de la madrugada a las cuales solo contestaba una perturbadora respiración, muebles o electrodomésticos que habían cambiado misteriosamente de sitio cuando regresabas a casa, recepción de paquetes con exóticos juguetes sexuales que nunca habías pedido, hombres o mujeres a quienes no conocías de nada pero que te escribían desgarradores correos electrónicos odiándote por haber roto con ellos y lanzándote a la cara trapos sucios que no deberían de conocer, gente que gritaba tu nombre en mitad de la calle y a quién nunca llegabas a identificar, recepción de videos o de fotografías manipulados en los que aparecías participando en salvajes orgías… Ninguna psique era capaz de sufrir todos aquellos ataques sin terminar por derrumbarse, y cuando ello finalmente sucedía, ¿quién iba a creer que realmente habías contemplado ese OVNI o descubierto aquellos extraños artefactos semienterrados en medio del campo? Magnus conocía la respuesta: nadie peligroso para ellos.  Sí, era un proceso lento y laborioso, pero había demostrado ser más seguro que el asesinato o la desmemorización. También era mucho más divertido.

 Sin embargo, los archiveros jamás abandonaban las profundidades de Atlus, y solo conocían el mundo exterior a través de videos, imágenes y algún que otro holograma. Ellos estaban al mando, y la suya era una labor tan tediosa como importante: redactar la historia oficial y archivar secretamente la historia verdadera. Durante los primeros ciclos a Magnus le entusiasmaba su trabajo, nunca sabía exactamente qué iba a ocurrir, qué insospechado sendero iba a seguir la humanidad y a qué terrible fin se enfrentaría en cada ocasión, y le apasionaba irlo descubriendo. ¡Cómo añoraba aquellos tiempos tan vitalistamente ingenuos! Mas ahora, todas las revoluciones neolíticas le parecían iguales, y también las industriales; todas las edades oscuras le generaban el mismo desagrado, mientras que las edades de oro se quedaban una y otra vez en un frustrante quiero y no puedo; siempre eran primitivos barcos de vela los que unían Asia y África con las Américas, a veces viajando en una dirección y otras veces en la contraria; los pensamientos filosóficos caían todas las veces en idénticos tópicos y perogrulladas; las religiones se retroalimentaban en fanatismos cortados todos por el mismo patrón; los científicos sucumbían indefectiblemente a la arrogancia al alcanzar poderes antes reservados a los dioses… Magnus tenía la sensación de estar viendo siempre la misma película.

 En realidad, lo que más cambiaba era el final. Guerra nuclear unas veces, pandemias asesinas otras, fulguraciones solares en los casos más insólitos, o a veces simplemente un súbito colapso social y económico total e irreversible. En una única ocasión, que Magnus nunca olvidaría, la humanidad había evolucionado hacía tal grado de depravación e ignominia que no les quedó más remedio que purgarla. Y ellos lo limpiaban todo, daban al botón de “reset” y dejaban que la humanidad lo volviese a intentar de nuevo. No tenían prisa, lo cual era una de las ventajas de ser inmortales.

 Archiveros, ejecutores y limpiadores eran seres cibernéticos con forma humanoide que habían sido inventados y diseñados por la humanidad del primer ciclo, curiosamente la que más lejos había llegado. Entre los principales éxitos de aquellos primeros humanos se contaban las ciudades que habían fundado en Marte, la pacífica armonía que alcanzó su tecnificada sociedad y… ellos, los protectores, como fueron bautizados. Magnus y el resto de sus compañeros fueron construidos gracias a la más sofisticada tecnología y con un solo propósito: servir y proteger a la humanidad. Así que un día, cuando un descontrolado virus informático surgido de nadie sabe donde infectó los implantes cerebrales de todos los seres humanos y licuó simultáneamente sus mentes, los protectores se quedaron sin trabajo.

 Se trató de una situación muy paradójica: tenían grabado a fuego en lo más profundo de sus circuitos mentales la orden de servir y proteger a la humanidad, pero en aquel momento dicha humanidad era una basta montonera de cadáveres pudriéndose. En el debate que siguió, todos los protectores estuvieron de acuerdo en que había que clonar y resucitar a los humanos a fin de poder seguir teniendo un propósito de existir. Sin embargo, unos querían sobreproteger y acunar maternalmente a la resucitada humanidad para que, no solo no volviera a extinguirse, sino que además disfrutase del máximo bienestar posible; mientras que otros defendían que el Homo Sapiens debía de salvarse así mismo a través de un relativo libre albedrío, y que su única función era guiarles sutilmente desde las sombras y asegurarse de que siempre hubiese una partida que poder jugarse.

 Ambas facciones se enfrentaron en una violenta guerra civil y finalmente ganó el bando liderado por Magnus. Aquellos protectores que no aceptaron convertirse en archiveros, ejecutores o limpiadores, fueron eliminados. Luego, como sus filas habían quedado mermadas tras el conflicto, debieron de utilizar las fábricas y la tecnología con las que habían sido creados para aumentar su número hasta alcanzar la cifra adecuada.
 Al menos una vez cada ciclo, alguno de sus compañeros caía en la tentación de volver a convertirse en un paternalista protector, mas nunca llegaban muy lejos. Existía un cuarto gremio que sólo Magnus conocía y que respondía únicamente ante él, el de los inquisidores; implacables defensores del orden que cortaban la herejía de raíz según la detectaban, asegurándose de que ningún ejecutor, limpiador o incluso archivero se saliese del camino.

 Magnus, después de terminar las tareas del día, se permitió un breve momento de ocio y sintonizó con el canal BBC News. Cambio climático, crisis económica, pérdida de valores entre las nuevas generaciones, adicción a las redes sociales, desigualdades abismales entre ricos y pobres… no, parecía que el 23º ciclo tampoco iba a ser el bueno. “En fin, hicimos lo que pudimos, seguro que en la siguiente ronda lo consiguen” se repitió a sí mismo por enésima vez, obligándose a no perder la esperanza.


Escrito por Iván Escudero

 

 



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