El poder de los Vigilantes

 El poder de los Vigilantes



La biblioteca de la Facultad de Prehistoria y Arqueología de mi universidad era una de las más grandes y mejor surtidas, con una gran variedad de volúmenes, tanto manuales como obras especializadas. También tenía documentos en otros formatos, como el digital, así como mapas y fotografías de todos los tipos y tamaños. Una de mis secciones favoritas era la de los libros manuscritos aunque, por motivos de seguridad y conservación, estaban guardados en el archivo del sótano, y era necesaria una autorización especial para verlos, así como bajar acompañado de alguno de los bibliotecarios.
 
Precisamente me hallaba yo en esta biblioteca, en una de las mesas de estudio individuales y estudiando para los finales de arqueología cuando sucedió. Me había levantado para buscar otro manual más útil para el temario al que me dedicaba, y en una de las estanterías más apartadas y peor iluminadas de la planta topé por accidente con algo extraño. Se trataba de un viejo tomo de pastas duras y rajadas, cuyo estado distaba mucho del manual más utilizado y deteriorado de toda esa sección de la biblioteca.
 
Agradeciendo la distracción, como suele ocurrir cuando más importante es concentrarse en los estudios, llevé aquella reliquia a mi mesa y, tras apartar mi cuaderno y los otros libros que había seleccionado para completar mi estudio, opté por examinar aquel volumen.
 
Mi primera impresión acerca de su mal estado parecía correcta, pues su desgaste había borrado el título de su cubierta (o lo que quiera que hubiese originalmente en aquel cuero rajado). Y tampoco el interior estaba mucho mejor, pues la humedad, los bichos o incluso las ratas hacían casi imposible distinguir lo que ponía en sus hojas.
 
A punto estuve de dejarlo y volcarme de nuevo en lo que me había llevado a la biblioteca, pero la curiosidad y ese impulso de dejar las obligaciones de lado me convencieron de darle otra oportunidad.
 
Tras observar a mi alrededor y comprobar que nadie miraba, no fueran a creerse que había sacado ese libro del archivo sin permiso o algo así, volví a centrar en él mi atención. Fue entonces cuando vi que estaba dividido en muchos apartados, como si de capítulos o relatos individuales se tratara. Y, sorprendentemente, algunas de las hojas, pese a que la humedad y otros elementos habían afectado a la tinta con que estaban escritas, podían leerse. Más animada busqué entre las páginas del interior, pensando que habrían estado más protegidas y podrían leerse mejor. Ya fuera por esta o por otra razón, lo cierto es que encontré un relato (o capítulo), cuyas páginas parecían casi todas prácticamente intactas.

«Aquella era una tormenta de grandes dimensiones. De hecho, se trataba de una tormenta mucho más grande e intensa que las que podían verse habitualmente en esa región. Y era una zona donde, en época de lluvias, habían llegado a verse grandes tormentas.
 
»Pero no eran solo sus dimensiones y su intensidad por las que era fuera de lo corriente algo así. Normalmente, antes de que estalle una tormenta, posiblemente unas horas antes, ésta se anuncia por la reunión de las nubes y el aspecto oscuro que éstas puedan presentar. Sin embargo, en aquella ocasión, unas horas antes el cielo estaba completamente despejado, y ni siquiera se encontraban en épocas de lluvias. Cualquiera habría dicho que era imposible, pero estaba sucediendo.
 
»Precisamente por su instantaneidad, había ropa tendida en las cuerdas de las ventanas de las casas, que el agua y el viento se dedicaba a arrancar y arrastrar por los riachuelos formados en las desiertas calles.
 
»A la luz de uno de los numerosos relámpagos que rompían la oscuridad de la noche, un oportuno observador habría podido distinguir aun con dificultad una figura solitaria deslizándose de portal en portal. A pesar de la intensa lluvia, pudiera parecer que aquella persona se ocultaba de posibles miradas inoportunas, pues no actuaba como si le importase especialmente el agua que empapaba su ropa y le hacía resbalar. Una vez llegó a una plaza de la zona este de la ciudad, la figura frenó en seco, como si de repente dudara sobre lo que debía hacer. Sin embargo, segundos más tarde se deslizó con paso seguro y decidido hacia una puerta que daba a esa plaza.
 
»No llamó, como habría hecho otro, sino que giró directamente el picaporte y entró en aquel espacio seco y en penumbra.
 
»Horas más tarde, al amanecer, la tormenta había finalizado. No solo eso, sino que el cielo estaba despejado, el suelo seco y, si no fuera por la desaparición de los objetos que había arrastrado el agua, y que quizá sus dueños nunca volvieran a recuperar, así como diversos desperfectos en las fachadas, cualquier visitante recién llegado a la ciudad se habría mostrado incrédulo ante el relato de lo ocurrido durante la noche anterior.
 
»Sin embargo, aquel no sería sino el primero de varios sucesos fuera de lo común que tendrían lugar aquel día.
 
»A mediodía, en el momento justo en que una esponjosa y blanca nube solitaria tapaba el brillante sol, sonó algo similar a una explosión en el interior de una casa. Esa casa, cuya puerta principal daba a una plaza de la zona este, era de hecho la misma en la que aquella sombría figura penetró la noche anterior.
 
»Cuando, una media hora más tarde, los servicios de emergencia avisados pero los alarmados vecinos llegaron, tuvieron que tirar la puerta abajo, algo innecesario de haberse producido realmente una explosión. Sospechando que quien dio el aviso era un bromista, entraron en la vivienda, pudiendo ver que estaba vacía.
 
»Pero vacía no significaba que no hubiera nada que pudiera haber provocado una explosión, o un sonido parecido, sino que no había nada de nada. Ni gente, ni muebles... por no haber, no había ni polvo o las clásicas telarañas propias de los lugares abandonados, ni tampoco restos del paso de ratas por el suelo. La casa estaba literalmente vacía.
 
»Ese fue el segundo hecho extraño de la mañana.
 
»Sin embargo, por la tarde todo había parecido recuperar la normalidad. La gente había vuelto a salir a la calle, y mientras buscaba desesperada algunas de las cosas que eran reacias a dar por perdidos, charlaba con los demás sobre todo lo ocurrido, como si hubiese sido más un sueño compartido que una realidad. Para todos ellos fueron una noche y una mañana extrañas, pero nada importante, y con el tiempo pudieron olvidarlo. Sin embargo, esos y otros sucesos que se desarrollarían antes de que acabase el día serían cruciales para la Historia presente y futura de la Humanidad, por mucho que quedasen ocultos a ojos de la mayoría.
 
»En una calle poco transitada de la zona oeste de la ciudad, algo así como una hora antes del anochecer, apareció como de la nada un hombre. Se trataba del mismo que había recorrido parte de la ciudad durante la tormenta. Ese hombre, cuyo aspecto no distaba de ser normal, era un asesino, un hombre que solo se preocupaba de sí mismo y que ansiaba hacerse con un gran poder. Un poder que le haría capaz de cualquier cosa. Lo que ansiaba era poseer un arma capaz de doblegar la voluntad de las personas y hacerles obedecer al hombre que la empuñara.
 
»Tras largos años investigando, había descubierto al fin donde se escondía el arma. Al principio le había desconcertado el lugar, pero después se dijo que el sitio más seguro para esconder algo importante era donde a nadie se le ocurriera buscar.
 
»Vigilando que no hubiera nadie observándole, se aproximó a una pared. A simple vista parecía una pared normal y corriente, pero el asesino sabía lo que buscaba: un pequeño agujero, de no más de 3 mm de diámetro. Cuando lo localizó sacó una navaja y rascó la pared a su alrededor. Tras varios minutos dedicado a esto, descubrió el ojo de una cerradura, cuya pequeña llave sacó de entre los pliegues de su ropa. Tras girarla, comprobando de nuevo que nadie observaba, se abrió un paso de tamaño justo para una persona en la pared anteriormente lisa.
 
»Nada más entrar el hueco se cerró tras él, dejándole en penumbra. Avanzó a tientas por lo que le pareció un pasadizo que desembocó en una amplia sala circular tenuemente iluminada por antorchas. Cometió el error de no plantearse el motivo de que esto fuera posible (pues las antorchas se apagan si no hay nadie vigilándolas), ya que solo tenía ojos para lo que había frente a él. En el centro exacto de la sala podía verse una especie de cofre, sin ornamentos de ninguna clase, que parecía esperar la llegada de alguien que lo abriera.
 
Sin embargo, al aproximarse al cofre notó que alguien le observaba. Extrañado, miró a su alrededor y vio a una figura humana en el hueco por el que acababa de entrar. El desconocido dio un paso adelante, apuntándole con un arma. Antes de que pudiera reaccionar, y sin bajar su arma, comenzó a hablar con una voz grave:
 
» —Soy el Vigilante encargado de que nadie se apodere del arma que ansías. Otros como tú llegaron hasta aquí y no salieron con vida. Tú serás el siguiente.
 
»Y sin que al intruso le diera tiempo de reaccionar, pues se había quedado completamente helado por la sorpresa, le disparó. Luego fue hacia el otro lado de la sala y abrió una trampilla en el suelo, antes oculta a la vista, por la que tiró el cadáver. Acto seguido la cerró y, antes de desaparecer, murmuró.
 
» —Nadie debería intentar hacerse con ese poder.
 
»Al no tener familia, amigos o colaboradores, nadie echó en falta al asesino que, tras caer por la trampilla, fue arrastrado por el agua hasta el fondo del mar. De ese modo pasó a acompañar por el resto de la eternidad a otros cadáveres de gente que, como él, ansiaban un poder que no debe estar en manos de nadie.
 
»Quizá llegue el día en que el secreto sea descubierto, pero hasta entonces los Vigilantes se encargarán de eliminar a todos aquellos que ansíen el poder de ese arma capaz, en el fondo, de destruir a la Humanidad.

Algo más adelante, tras un largo espacio plagado de manchas de tinta y humedades varias, explicaba los hechos extraños de aquel día. Según el texto, al parecer solo uno de ellos tenía explicación. Desde tiempos inmemoriales, cada vez que alguien llegaba a la ciudad con el deseo de hacerse con el arma legendaria, llovía con esa intensidad para avisar a los Vigilantes. Aunque, claro, esto solo explica que se produjese la tormenta, pero no cómo se produjo. Y tampoco hace referencia a la extraña explosión que según el texto ocurría invariablemente horas después de la tormenta.
 
Cuando acabé con la lectura, noté unos leves golpecitos en mi hombro. Al girarme me enfrenté al bibliotecario, ese que poblaba los sueños de tantas alumnas de arqueología, que me indicó amablemente que era la una menos cinco de la noche. Turbada por su sonrisa le agradecí el aviso y me giré para recoger mis cosas.
Tantos años después de aquello sigo impresionada. Pese a que no había nadie más allí salvo el bibliotecario que, con sus desnudas manos, despertaba a un compañero dormido unas mesas más allá, el libro ya no estaba.
 
Nunca he vuelto a encontrarlo ni he conocido a nadie que hubiera oído hablar de él. Pero vivo convencida de que su lectura fue total y absolutamente real, igual que su desaparición. Y por este último motivo me siento inclinada a creer, al menos en parte, sobre la veracidad del texto.


Escrito por Aránzazu Zanón

Comentarios

  1. Está claro que se quedó dormida mientras estudiaba, ya que en otros tiempos se lavaba la ropa en los ríos y se tendía en los árboles.

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