El último regalo



El último regalo
 

 Me sorprendí al descubrir aquel enorme libro encuadernado en una especie de cuero negro como el azabache delicadamente colocado sobre el felpudo de la entrada de mi apartamento. No había nada más, y de hecho aquel 6 de enero no esperaba recibir nada, ya que llevaba varios años trabajando y viviendo solo en aquella casa, sin apenas contacto con el resto de la humanidad. Receloso pero a la vez curioso, cogí aquel mamotreto, que pesaba como un demonio, y examiné su cubierta. No descubrí en ella inscripción alguna, ni título, ni editorial, ni sinopsis, ni críticas a sueldo de magazines famosos, ni nada. Inevitablemente lo abrí, y sus ásperas páginas, de un macilento color ocre, crepitaron como si se fueran a resquebrajar. Lo que parecía ser un título, inscrito en una arcana grafía en la primera página, me causó un profundo impacto. Biografía no autorizada de Leopoldo Cerda Pérez. Ese era yo... ¿qué clase de broma pesada era esta? ¿quién se atrevía a escribir sobre mí sin mi consentimiento? Por no hablar de la encuadernación, propia del mismísimo Necronomicón. Me preparé una cafetera y sirviéndome de ella una taza de café bien cargado, la primera de muchas, tomé asiento en mi sillón favorito para enfrentarme a aquella macabra mofa. El primer sorbo de café lo escupí sobre la página que contenía el índice del libro. A través de las marrones salpicaduras que acababa de disparar a quemarropa aún se podían leer los títulos de los capítulos en los que se dividía la obra: 


Capítulo 1: Nacimiento e infancia.   

Capítulo 2: Larga y turbulenta adolescencia

Capítulo 3: Los grandes errores y crímenes de Leopoldo.

Capítulo 4: Decadencia y muerte. 


 Durante unos segundos me dominó el más puro terror, mas pronto fue sustituido por la ira. Claramente se trataba de una broma pergeñada por alguien que me conocía, o más bien que había creído conocerme. No me fue difícil pensar en quién podría ser ese alguien; no tenía hermanos, mis padres llevaban años muertos, jamás desarrollé grandes lazos con otros miembros de mi familia y ninguna amistad había llegado a profundizar demasiado en mi vida. Solo quedaba Elisa como culpable, lo cual me despertó una fuerte curiosidad, ¿qué creía haber averiguado ella sobre mí? ¿qué funesto fin me vaticinaba en su predecible e inconsecuente afán de venganza? Pegué un largo sorbo a lo que me quedaba de café y dejando atrás el salpicado índice me adentré osadamente en la lectura. 

 Los capítulos 1 y 2 eran sintéticos pero precisos, Elisa había realizado un buen trabajo de investigación acerca de mi juventud. La imaginé rebuscando en antiguas redes sociales y preguntando a viejos amigos e incluso familiares y ello infló mi ego.
 

 Aún después de tanto tiempo seguía siendo lo suficientemente importante en su vida como para que decidiera invertir tanto tiempo en mí, aunque solo fuera para atacarme. Con todo, me costó comenzar a leer el capítulo 3, dedicado a mis errores y supuestos crímenes, sabía que en él me acechaba, aún caliente y reluciente, la oscuridad de mi pasado y también de mi alma.
 

 Cuando concluí el capítulo 3, al examinar mi reloj de pulsera descubrí asombrado que habían transcurrido casi tres horas desde que empezase a leerlo. Sentía un amargor en la boca que no podía achacar enteramente a las múltiples tazas de café ingeridas compulsivamente y tenía el estómago revuelto. Elisa, el único ser humano que había llegado realmente a conocerme, había diseccionado meticulosamente la negritud de mi ser, descrito de modo aséptico y desapasionado las mezquindades que había perpetrado contra ella y otras personas, incluidos mis padres. La falta de emociones en las descripciones de acontecimientos que la habían concernido de modo directo era especialmente escalofriante. A aquellas alturas ya no tenía ni la menor duda de su autoría.
 

 El capítulo 4, decadencia y muerte, daba comienzo con mi entrega a un hedonismo salvajemente individualista en el marco de una concepción puramente nihilista de la vida y el universo, dejándolo todo y a todos atrás, cercenando lazos y causando aún más sufrimiento a mi alrededor. Y así llegué a lo que realmente me interesaba: mi muerte.
 

 "El último día de Reyes en la vida de Leopoldo, este recibió como regalo un extraño libro, que se apresuró a leer. Se trataba de una narración acerca de su desgraciada vida escrita por una persona que le hacía conocido bien. Naturalmente, las páginas del libro estaban impregnadas con un potente veneno...".
 

 No pude seguir leyendo, ya que no pude evitar lanzar una estruendosa carcajada. Si aquella era la terrible venganza de Elisa, había fallado. Su memoria dejaba mucho que desear, ya que había olvidado que, para ahorrar dinero, en invierno raramente ponía la calefacción en casa, con lo cual me abrigaba en consecuencia. 


¡Mujer idiota! ¡Llevo guantes! grité sintiéndome al fin liberado. 


 Mi piel no había estado en ningún momento en contacto con aquel libro, eso en el caso de que realmente estuviera envenenado, cosa que dudaba profundamente. Fue entonces cuando oí una delicada pero a la vez potente voz que pensé que jamás volvería a oír, la voz de Elisa. 


- Leopoldo, por favor, sigue leyendo. Paralizado por el miedo, no pude más que pensar que me estaba volviendo loco, nunca había tenido una alucinación auditiva semejante. Y entonces la propia Elisa en
persona hizo su entrada en el salón en el cual me encontraba sentado. Su bello rostro era inescrutable y portaba una pistola con la cual me apuntó. 


 - ¡He dicho que sigas leyendo! me ordenó con inflexible severidad. 


 Temblando compulsivamente, fui incapaz de balbucear algo siquiera inteligible antes de volver a bajar la vista hacia el texto. 


 "Naturalmente, las páginas del libro estaban impregnadas con un potente veneno que pese a no tratarse de una toxina real no dejaba de ser menos peligroso, pues consistía en el resumen y destilado de una ponzoña vital que había causado dolor y sufrimiento a muchas personas, hasta acabar en el propio final de Leopoldo, su causante. Elisa, quién más daño había recibido y cuya vida quedó destrozada a raíz del desafortunado encuentro con Leopoldo, solo pudo hallar consuelo en la venganza, venganza que ejecutó con la eficacia que siempre habían caracterizado a sus acciones. Primero, tras colarse sigilosamente en la vivienda de Leopoldo amparada por la noche y ocultarse hábilmente, disfrutó atisbando como este leía con expresión cínica e incluso altanería la narración de sus crímenes y fechorías. Luego, se descubrió y, sin prisas, puso fin a la grotesca existencia de aquel ser al que ella se resistía en clasificar dentro de la especie humana. Leopoldo acumulaba muchos aparatos electrónicos caros en su casa, así que no le costó conseguir que todo pareciese un robo que había salido mal y terminado en homicidio.


¡¡Nooo!! grité ¡Elisa! ¡¡No lo hagas!! ¡Podemos hablarlo! ¡Puedo enmendar el daño! 


 Fueron palabras vanas, lo sabía, podía leerlo en los implacables ojos de Elisa con la misma claridad con la que había leído sus terribles palabras. En un último acto de vengativa crueldad, Elisa, que no consideró necesario responderme verbalmente, me dejó tiempo para pensar y revolcarme en el más puro terror. Mientras el miedo me zarandeaba como a un muñeco de trapo, pude rememorar los acontecimientos de aquel, el último día de mi vida, con tanta lejana irrealidad como si le hubiesen ocurrido a otra persona. Después, el poder del momento presente, de estar todavía vivo, me golpeó con brutal fuerza. Las motas de polvo mágicamente iluminadas por la luz del día flotando delante de mí, los sonidos cotidianos de la calle, los recuerdos del sabor del café en mi paladar... si de algo me arrepentía, no era de haber causado tanto dolor a otros y a mi mismo, crimen que me disponía a pagar, sino de no haber sabido experimentar la vida con tanta intensidad como en aquellos momentos finales. El miedo y los remordimientos alcanzaron tal intensidad, que agradecí cuando el fogonazo del arma lo acalló todo
con su arrollador trueno. 

 

Escrito por Iván Escudero 

 







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