¡Es una bomba!

¡Es una bomba!




—¡Desactívalo ya! —grita mi jefe.

¿Quién se cree que es? ¿Acaso se piensa que no sé en qué consiste mi trabajo? ¿Cree que tiene que decirme qué hacer? ¡Si yo estoy aquí precisamente para eso!

Lucho con todas mis fuerzas contra esa parte de mí que me insta a rebelarme, a dejarle solo con este marrón, a ver qué hace si no me tiene a mí para apoyarse. Es un impulso fuerte, cada vez más, pero como tantas veces antes logro reprimirlo y centrarme en lo que tengo entre mano.

—¿Pero qué haces perdiendo el tiempo? ¡Desactívalo ya! —repite incansable mi jefe.

Según el marcador del temporizador plantado en esta masa de explosivos, tengo el tiempo limitado para hacer precisamente eso. ¿Y él insiste en aumentar la presión que se cierne sobre mí? ¡¿Hasta dónde vamos a llegar?!

Pero en una cosa sí tiene razón: estoy perdiendo el tiempo. Estoy permitiendo que estos escasos minutos se deslicen entre mis dedos. Estos escasos y preciosos minutos... Veo cómo van escapándose, alejándose lenta pero inexorablemente para nunca jamás volver. Los segundos van sucediéndose en aquel decrépito temporizador que forma parte de esta mal montada bomba. Pero mis manos siguen quietas, paralizadas a la espera de esa orden de mi cerebro que no llega. Esa orden que las pondrá en movimiento y hará que corten el cable. Pero la orden no llega.

La orden, al menos la que se espera mi jefe, no puede llegar. No puedo desactivar esta bomba. Es totalmente imposible que lo haga, ni yo ni nadie.

Esta bomba no está activa.



Todo esto empezó la semana pasada. Los lunes nunca han sido mis favoritos, supongo que le pasa igual a todo el mundo. Pero en mi caso son especialmente odiosos, ya que es el día escogido por los jefes de mi unidad para hacer las evaluaciones de personal y del trabajo en general desarrollado como conjunto.

No suelen ser reuniones agradables. Si bien nuestro trabajo es primordial cuando nos llaman, no recibir avisos es algo positivo por mucho que pueda aburrirnos ponernos al día con el papeleo. Entre mis compañeros todos somos conscientes de esto, y si bien preferimos dedicarnos al trabajo para el que nos hemos entrenado durante tanto tiempo, y hacemos bromas (muchas de ellas de mal gusto) cuando no es esta nuestra ocupación, somos conscientes de la gravedad de nuestro trabajo. Nos alegramos de poder trabajar y ser útiles, pero no de que exista el riesgo de no saber o no poder hacer nuestro trabajo a tiempo. No de las incontables vidas que pueden perderse, desperdiciarse, si no hacemos correctamente nuestro trabajo. Cada vida importa, al menos para nosotros.

Sin embargo, para nuestros jefes las vidas que se puedan o no perder son tan solo números. En las épocas tranquilas, les preocupa que no haya suficientes avisos para que todos participemos en alguna salida. En las épocas más activas, cuando alaban los resultados no prestan atención al número de vidas salvadas (aliciente para muchos de nosotros), sino solo al número de bombas desactivadas.

Este desinterés ha llegado al culmen de la estupidez... y la peligrosidad. Han decidido reducir la plantilla, que muchas contrataciones sean temporales y así disminuir los gastos. No solo eso, sino que se rumorea que quieren suprimir los cursillos de mantenimiento, como llaman a los talleres a los que asistimos cada cierto tiempo para refrescar nuestro conocimiento de los tipos de bombas menos habituales. ¿Para qué mantenernos correctamente formados, con todo lo que eso cuesta, si puede que nunca debamos enfrentarnos, por decir, a una bomba nuclear? Después de todo, lo normal es que nos llamen para desactivar bombas caseras montadas siguiendo tutoriales de youtube.

Pero ya estamos hartos, así que hemos decidido darles una lección. Tal vez si se enfrentan a la posibilidad de morir a causa de una bomba tenga en mayor consideración la correcta formación de las personas encargadas de librarles de ese peligro. Así que entre varios hemos montado una bomba y hemos forzado que ocurran una serie de catastróficas desdichas (un viejo edificio que dejó de tener mantenimiento hace tiempo porque sus razonables facturas les parecían elevadas a los excelentísimos ha hecho mucho más fácil la tarea). De este modo, con puertas de seguridad atascadas y ascensores averiados no nos es posible abandonar la planta de los directivos. En cuya sala de reuniones hay una preciosa bomba que, según el reluciente temporizador atado a ella, está a punto de estallar.

No lo hará, por supuesto; no la diseñamos para estallar sino para asustar. Y parece que está cumpliendo su cometido.

Tras echarlo a suertes entre todos los implicados me tocó a mí subir a hacer teatro, después de que en centralita recibieran una llamada anónima anunciando que había una bomba en la sala de juntas, para que no cundiera el pánico (innecesario por otra parte) dimos orden de desalojar el edificio sin avisar a la sala en cuestión. Después subí e interrumpí la reunión donde se discutía el presupuesto del próximo mes, hablándoles de la llamada que habíamos recibido. No me creyeron en un primer momento, asumiendo que solo quería interrumpir la reunión porque sabíamos que afectaría a la contratación de personal y a nuestros sueldos. Así que les ignoré y con semblante profesional examiné la sala hasta dar con la bomba, como si no supiera de antemano cuál era su ubicación.

Una vez vieron la bomba, y tras convencerles de que era real, se desató el pánico.

Pero, como ya dije, el viejo edificio sin mantenimiento  nos ayudó a hacer imposible la evacuación (solo en esta planta y de estas personas; por precaución, puesto que sabíamos con qué estábamos jugando, evacuamos a todos los demás).

Y así llegamos a la situación actual, con mi jefe gritándome mientras finjo concentrarme en la desactivación de una bomba que, aunque armada, nunca estuvo destinada a explotar.

Uno diría (como nosotros supusimos) que en una situación como esta verían las cosas con otra perspectiva y entendería que para evitar cosas como esta es necesario invertir en medios y materiales suficientes para hacer frente a las emergencias.

Nada más lejos de la realidad.

Desde el momento en que pensaron que podrían morir han aumentado las amenazas de despidos e, incomprensiblemente, se han reafirmado en sus ideas de que los recortes proyectados son necesarios. ¿Para qué invertir más dinero en mejoras si las que hay no han evitado que nos pongan una bomba en la sala de juntas?

Así que he cambiado de parecer.

Vine aquí con la intención de asustarles, de enseñarles a apreciar las ideas que todos compartimos en las plantas de más abajo, pero todo esfuerzo ha sido en vano.

Estoy frente a una bomba inactiva, con un temporizador señuelo. Pero soy un experto, y sé qué cables conectar para que eso cambie.

Tal vez los próximos jefazos se lo piensen dos veces antes de empezar con los recortes.

Escrito por Aránzazu Zanón


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