Visita a medianoche

Visita a medianoche


Para Tharon, a quien escribí esta historia hace ya unos años...

Hay mucha gente que dice que los extraterrestres no existen o que, en el caso de que sí lo hagan, nunca se tomarían la molestia de visitar nuestro planeta. Pero yo sé de uno que sí nos visitó, y que tal vez vuelva a hacerlo. Su nombre es Eliot, o al menos suena de forma parecida a eso, y llegó al pueblo en una noche oscura y lluviosa.

Contaba yo aquellos días con doce años, que pronto se convertirían en trece, y acababa de estrenar una semana de vacaciones en el pueblo de mis abuelos. Llegué con ganas de montar en bici, hacer excursiones al campo y todas esas cosas que puedes hacer cuando eres un niño y estás en un pueblo. No obstante, apenas hube yo puesto un pie en casa de mis abuelos, comenzó a llover. Y no era una lluvia suave y ligerita, no, sino una tormenta hecha y derecha.

Así que me tiré toda la tarde en el salón, intentando entretenerme sin mucho éxito con los libros y películas que encontraba. Por la noche, después de cenar, subí enseguida a mi habitación y me acosté. Pero no porque tuviera sueño o estuviera cansado, sino porque tenía la esperanza de que, si me dormía, al despertar se hubiera despejado ya el cielo.

Sin embargo, como suele ocurrir, cuanto más empeño ponía yo en dormirme más imposible me resultaba. Al final me levanté de la cama y me acerqué a la ventana para observar la tormenta. Para entretenerme, empecé a contar los segundos que había entre un rayo y el trueno que le acompañaba, para así saber si se acercaba o se alejaba. Tras un rato decidí que, o la tormenta zigzagueaba, o ese método era inválido. Ya iba a volver a la cama cuando vi un rayo distinto de los demás, ya que este pareció detenerse un momento en el aire antes de bajar, lenta y suavemente, a una colina cercana. Pero lo más raro fue que, por mucho rato que esperé, no pude oír ningún trueno. ¿Y si no era un rayo?

Mi espíritu aventurero se apoderó de mí (así como las ganas de desprenderme del aburrimiento), por lo que decidí salir a investigar. Con cuidado de que no me pillaran, me puse el impermeable encima del pijama, me calcé las botas de agua y busqué en un cajón la linterna para tormentas que los Reyes Magos me habían traído las navidades anteriores. Lenta y sigilosamente me escurrí por la puerta de la cocina que daba al jardín y me dirigí hacia la colina donde había visto posarse el rayo.

Ya con los primeros pasos una parte de mí insistía en que lo único que lograría con aquella salida sería coger un resfriado y pasar el resto de mis vacaciones en la cama. Pero el resto de mí hizo caso omiso y continué la ascensión. Al principio no pude ver nada (después de todo, era de noche), pero un nuevo rayo me permitió vislumbrar algo en la cima. Parecía una roca grande de superficie pulida, pero al acercarme pude ver cuan equivocado estaba. No era una roca, sino una nave espacial.

No se parecía en nada a las que salen en la tele, ni tampoco a las que pueden encontrarse en una habitación infantil. Para empezar, era toda ella de un color gris pálido, en absoluto llamativo. No disponía de alas, ni de nada parecido a unos cohetes que la impulsasen. Era una especie de cilindro con la parte superior redondeada. Tenía una pequeña ventanita, situada justo encima de la puerta de la nave, la cual empezó a abrirse tan pronto como me aproximé. Menos de un minuto después pude ver a Eliot por primera vez.

Llegaba hasta un poco por encima de mi rodilla, y puesto que nunca fui el más alto de mi clase, eso significa que era bastante bajito. El color de su piel parecía oscilar entre el rosa y el violeta claro, pero lo más llamativo de él eran sus dos antenas, que acaban en un segundo par de ojos que lo observaban todo a su alrededor.

Cuando me vio se asustó, y debo confesar que yo también, pero pronto superamos esa sorpresa inicial y nos presentamos. Habló al inicio de un modo extraño e inexplicable y yo repliqué que no le entendía. Fue entonces cuando sacó de un bolsillo un aparato lleno de botones que manipuló durante un rato, primero apuntándome a mí y luego a él.

—Hola, mi nombre es Eliot —dijo con una sonrisa.

Luego yo le dije mi nombre, y él me explicó que ese aparato servía para aprender el idioma de otras criaturas inteligentes.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté, intentando no resultar maleducado.

—He venido de visita. Quiero saberlo todo sobre tu planeta, ¿me ayudarás?

Tras pensarlo un poco (apenas unos tres segundos) acepté, aunque le advertí que solo podría mostrarle las cosas del pueblo. Sin darle importancia se encogió de hombros, volvió a sonreír y echó a andar colina abajo sin preocuparse de la lluvia.

Tras unos pasos, dio un saltito, aterrizó sobre la punta de uno de sus pies y se agachó acto seguido en el suelo, tapando algo con una de sus manos. Yo me acerqué a él, extrañado, y me agaché a su lado tratando de averiguar lo que ocurría.

Eliot hizo un gesto para acallarme y volvió a sacar su aparatito traductor. Presionó varios botones, lo apuntó hacia su mano y después hacia su pecho, y volvió a guardarlo. Luego levantó ligeramente la mano y pude ver lo que ocultaba. Era una hormiga.

Empecé a preguntarle qué estaba haciendo, pero volvió a gesticular para que callara. Así lo hice, y esperé. Eliot estuvo un buen rato agachado junto a la hormiga, y tras ello colocó unas hojas sobre ella a modo de paraguas antes de levantarse y echar de nuevo a andar.

—Acabo de recabar información muy importante —me dijo sin yo preguntarle—. La sociedad de los hormigueros es muy distinta de la mía, pero hay en ella algunas cosas que podríamos adoptar, como el trabajo en equipo de modo que toda la colonia parezca un solo individuo.

Dicho esto dio un saltito divertido, mirando de nuevo a su alrededor a la búsqueda de nuevas fuentes de información. De este modo continuamos el resto de la noche, interrogando a diversos animales: una colmena de abejas, un perro callejero, un par de conejos que salieron a nuestro encuentro, e incluso una vaca.

Cuando ya había dejado de llover (al fin), y ya se acercaba el momento en que amanecería, Eliot decidió que era hora de volver a casa. Le acompañé a su nave y, cuando a punto estaba de irse, comentó haber olvidado interrogarme a mí sobre el modo de vida de los humanos. Con un breve suspiro se marchó, desapareciendo su nave entre las nubes en dirección a la luna que ya podía atisbarse en el cielo.

Por eso creo que un día volverá, porque se dejó en olvido recabar información sobre nosotros. Así que, cada noche, especialmente cuando hay tormenta, observo el cielo con la esperanza de ver aparecer de nuevo su nave entre las nubes para que pueda completar su trabajo.

Escrito por Aránzazu Zanón



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