Batalla campal

 Batalla campal



Extender las alas y lanzarse al vacío para aprender a volar. Eso es lo que, según el folleto, podríamos realizar en aquel campamento. Pero en realidad era un nido de víboras. Una auténtica colmena donde las obreras luchaban por sustituir a una desaparecida abeja reina, sin hacer caso a las hormiguitas que aplastaban bajo sus botas con tanto ajetreo.

Eso era yo: una simple hormiguita que luchaba por sobrevivir a esa especie de apocalipsis zombi (no es que hubiera muertos vivientes en el campamento, pero aquello era un "sálvese quien pueda" de manual).

Todo comenzó el segundo día allí, justo en el desayuno previo a la primera sesión. El comedor era grande, y estaba distribuido por cabañas. Todas las hormigas a un lado y las abejas al otro, siendo los novatos quienes más alejados nos encontrábamos de la mesa principal. Como si temieran que les contagiáramos algo con nuestra inexperiencia.

El desayuno fue frugal, básico: un poco de leche acompañada por un par de galletas y una pieza de fruta a compartir entre tres. Aquel pretendido manjar debía sostenernos hasta la comida, que se produciría seis horas después. Acostumbrados a una ingente ( y poco recomendable) cantidad de bollería industrial, muchos en mi mesa empezaron a quejarse. Hasta que alguien de otra mesa, que ya iba por su segundo año allí, nos dijo que no pateáramos el avispero tan pronto, que podía tener graves consecuencias que afectarían hasta a la más débil de las hormigas allí reunidas. No sé con qué palabras adornó su discurso, pero logró meternos el miedo en el cuerpo. Entonces callamos (admito que yo me había unido a las protestas) y reinó el silencio que tan preciado parecía por todas las obreras.

Fue poco después, cuando aún tratábamos de dividirnos la fruta a partes iguales, cuando empezó a levantarse un mar de murmullos a nuestro alrededor. Intrigada, alcé la cabeza tratando de entender su origen, y entonces lo vi. Un asiento vacío en la mesa principal, y precisamente el gran trono de la abeja reina. ¿Qué había pasado? ¿Por qué no todo estaba allí?

Desde el momento de nuestra llegada al campamento, la reina parecía encontrarse en todas partes a la vez. Siempre presente, siempre vigilante, pareciera que su única función allí fuera esa: estar. No daba ninguna orden (tampoco los buenos días), pero todas las obreras parecían conocer al dedillo su voluntad y estar prestas a cumplirla. Incluso las hormigas más experimentadas parecían hallarse en esa situación.

Pero ahora la reina brillaba por su ausencia, y el nerviosismo amenazaba a la mesa principal como un volcán a punto de estallar.

Una de las obreras, a quien en apariencia molestaba más que al resto nuestra presencia, se levantó y a voz en grito nos ordenó regresar a nuestras cabañas. Con desgana y cierta aprensión nos fuimos levantando para abandonar el comedor. Pero antes de que llegara mi turno pude ver cómo las obreras se movían por la sala como pollo sin cabeza, cuchicheando y hablando para sí mismas.

En las horas siguientes la tensión en el campamento era tal que casi se podía cortar. La abeja reina no aparecía por ningún lado, e incluso sus cosas habían desaparecido. Era como si hubiera decidido abdicar al trono sin molestarse en informar a la plebe. El caos era absoluto.

Llegó la hora de la comida y pasó sin que nadie se preocupara por reclamar nuestra presencia en el comedor. Inquietos, en nuestra cabaña hicimos un sorteo y me salió el palo más corto. Me tocaba investigar en el exterior, salir a la caza de información y, a ser posible, también de un poco de comida.

Lo que hallé ante mis ojos solo podría describirse como una auténtica jungla.

Las abejas obreras no estaba a la vista en ninguna parte y, ante su ausencia, las hormigas se habían transformado en una suerte de lobos en busca de su presa. Y los cachorrillos tiernos como yo era en aquel momento son siempre las presas más débiles.

Sin embargo, como pronto aprendí aquella tarde, un gatito puede convertirse en pantera con sorprendente facilidad.

Tenía hambre y estaba asustada, lo que era común a todos los que encontraba. Pero también estaba harta. Harta de que me mangonearan. De que abusaran de mí otros más ricos y poderosos, de agachar siempre la cabeza y acatar los dictámenes de otros. Había llegado la hora de cambiar las reglas del juego. Y, como David, me sentía preparada para hacer frente a cualquier Goliat que se interpusiera en mi camino.

Aunque no era tan estúpida como para enfrentarme yo sola a tamaña masa de gente enloquecida. Ni en solitario ni desarmada. Así que lo primero que hice fue hacerme con un palo suficientemente ligero para llevarlo y usarlo con facilidad, pero robusto para que resultara un garrote efectivo. Y vaya si lo fue.

Con su ayuda pude abrirme paso hasta la cocina, el núcleo de tan caótico desorden. Tuve que sortear varios obstáculos que me duplicaban el tamaño, y pronto me sentí como el mesías abriéndose paso en un mar rojizo. Ya frente a la cocina esperé a que otros forzaran la puerta para después pasar por encima suya y atrancarla. No era una ilusa; sabía que pronto traspasarían aquella barrera tan endeble, pero había conseguido unos segundos de calma, lo justo como para adaptar mi vista a la escasa iluminación y hacer un rápido inventario de cuanto allí había.

Cogí la mochila que había llevado conmigo y la llené de cuantas cosas útiles podía alcanzar. Cuando las bestias salvajes se abrieron paso yo ya me estaba escabullendo por un hueco mal reparado que encontré en otra esquina. Con el sigilo y la destreza de un cazador experimentado regresé con mi presa a nuestro nido.

Para cuando llegaron los de verde el saqueo se había reducido en gran medida, dando paso a las lamentaciones por las heridas sufridas en la batalla. También encontraron a algunos cuyas tripas sufrían las consecuencias de no saber qué bayas silvestres son comestibles y cuáles no.

En cuanto a mí, los verdes me encontraron junto a mis polluelos durmiendo la merecida siesta del vencedor en nuestra cabaña.

Y todo porque la reina resultó ser una choriza disfrazada.


Escrito por Aránzazu Zanón

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