Trabajo de campo

 

 Trabajo de campo


 Era un monstruo, uno con mayúsculas, y estaba muy orgulloso de ello. Todos los días limpiaba, acondicionaba y peinaba su abundante y sedoso pelo púrpura. También le gustaba sacar lustre con barniz negro a los seis retorcidos cuernos que adornaban su cabeza, y todas las semanas cambiaba  el color con el que se pintaba sus afiladas zarpas. Siempre había considerado que un monstruo que se preciase debía de estar en todo momento bien aseado y además lucir el mejor aspecto posible por respeto y decoro hacia los demás monstruos. Igualmente se consideraba un padre monstruosamente bueno. Llevaba a sus dos pequeños monstruitos al colegio todas las mañanas, habiéndoles metido previamente el almuerzo para el recreo en sus macutos. Era paciente cuando le tocaba ayudarles con sus deberes y comprensivo cuando le contaban sus problemas, pero también inflexible cuando cometían alguna trastada y debía de castigarles. 

 Últimamente en el trabajo no estaba tan concentrado como debería, el cansancio y la falta de sueño le hacían distraerse fácilmente e incluso quedarse en blanco en ocasiones, por culpa de lo cual a veces llegaba tarde a realizar sus tareas. Sin embargo, su monstruosa jefa nunca le regañaba, ella sabía que, desde que su mujer había muerto en un accidente de tráfico hacía ya tres años, él estaba solo a cargo de su casa y de sus dos revoltosos monstruitos. Sus compañeros de trabajo también eran comprensivos con él, le cubrían turnos cuando debía de llevar al médico a alguno de sus jóvenes retoños, y Caribdis, el nuevo becario, siempre sabía cuándo acercar una taza de humeante café de supervivencia a su mesa. No obstante, odiaba las semanas en las que le tocaba bregar con el papeleo de su oficina, él prefería el trabajo de campo, como llamaba a los servicios comunitarios que a todos los monstruos adultos les tocaba realizar periódicamente en beneficio de la monstruosa sociedad, y que cada cierto tiempo le permitía escapar de la montaña de papeles que se agolpaban en la mesa de su despacho. Nunca había entendido para qué era necesario hacer tantos informes, si total, él se leía solo por encima los que le llegaban y estaba convencido de que otros monstruos hacían lo mismo con los que él preparaba. Además, en aquellos tiempos una nueva circunstancia en su vida estaba contribuyendo a que su mente estuviera aún más ausente cuando debía de enfrentarse a largos chorros de números y gráficas absurdamente coloridas con datos de calidad del servicio. La culpable era aquella bella y escamosa monstrua que había conocido en la fiesta que dio su mejor amigo Freddy en su enorme casa, y en la que prácticamente se juntó medio barrio. Habían conectado al instante y desde entonces se seguían viendo habitualmente. Compartían aficiones, historias y lo pasaban bien en la cama. No obstante, aún no se atrevía a pensar que de verdad pudiera pasar algo serio entre ellos dos, y por eso todavía no había querido invitarla a su hogar para presentarle a sus queridos monstruitos, o más bien para presentarla ante ellos. Freddy siempre le decía que tenía que ser capaz de pasar página, pero no era tan sencillo, los recuerdos de su amada y desaparecida Gorgona aún estaban muy recientes en su memoria y en su corazón. Por fortuna aquella semana no tendría que ir a la oficina, era semana de servicio comunitario, su anhelado trabajo de campo.

 Ese lunes por la mañana se aseó y repeinó con especial esmero, como requería la ocasión. Fue silbando alegremente mientras caminaba por la concurrida y soleada calle que conducía hacia el Portal Interdimensional, que convenientemente no le quedaba demasiado lejos. Por el camino incluso se permitió saltarse la dieta y parar en el puesto de la esquina a comprarse un cucurucho de calentitos churros. Los devoró con pasión mientras el enorme complejo tecnológico que albergaba en su interior al Portal Interdimensional iba creciendo delante de él según se aproximaba. Como era tan bueno en ello, siempre le asignaban aquel servicio comunitario, lo cual  le congratulaba enormemente. El guardia de seguridad que protegía la entrada al portal, un musculoso minotauro, era nuevo, así que tuvo que enseñarle no solo su pase, sino también los papeles del gobierno monstruoso con su acreditación, que afortunadamente se había acordado de  llevar consigo. Verificado todo, le dejaron entrar en las amplias y tecnológicamente barrocas instalaciones. Numerosos operarios monstruosos iban y venían muy atareados, unos andando, otros reptando, algunos rodando sobre si mismos y unos pocos volando. Un peludo yeti al que conocía pero cuyo nombre nunca conseguía memorizar le explicó que aquel fin de semana el Portal había sufrido una avería y estaban aún arreglándola, con lo cual le pidió que por favor esperase unos breves minutos. Los breves minutos se transformaron en una hora, que se pasó en la cafetería charlando animadamente con el serpenteante camarero que le atendió. Comentaron del último partido de la liga monstruosa de Quidditch, que había enfrentado a “Las abominaciones de Dunchich”, el equipo local, frente a la “Pesadilla de R'lyeh”, el club visitante. Las abominaciones habían conseguido vencer por un puñado de puntos, lo cual era una refrescante novedad, ya que solían ser colistas en la clasificación. 

 Finalmente, la avería se solventó, el Portal Interdimensional volvió a funcionar y le llamaron al trabajo a través de la megafonía. Daba igual cuantas veces se hubiese encontrado ya frente al Portal Interdimensional, este siempre conseguía impresionarle cada vez que lo visitaba. Se trataba de un enorme donut de metálico de color cobre tapizado de enredados cables plateados que lo conectaban con distintos puntos de las instalaciones y en cuya oquedad se ondulaba una sobrenatural membrana de fulgurante azul eléctrico, cuya textura parecía casi acuosa y que inesperadamente se encrespaba en chisporroteantes interferencias púrpuras. Como siempre un operario le entregó el equipo estándar que debía portar con él, descubriendo que en esta ocasión el saco era casi el doble de grande de lo habitual y estaba compuesto de un cuero más grueso y resistente. 

– ¿Y esto? – Le preguntó al operario insectoide que le había atendido y que le acompañó ceremoniosamente hasta escasos dos metros de distancia de la refulgente e inquieta membrana del Portal Interdimensional, a través del cual en apenas unos segundos volvería a adentrarse. La respuesta que el insectoide le dio era la que ya se esperaba.

 – En las últimas semanas la carne de niño humano ha experimentado una notable demanda – le explicó el operario – las cadenas de distribución que abastecen a los grandes supermercados nos piden más y más. Por ese motivo necesitamos que aumentes todo lo que puedas la recolección. El saco que te he dado no solo es más grande, sino también más resistente. Y si te fijas descubrirás que el machete que llevas hoy es más ligero y está más afilado, estamos probando nuevas aleaciones, ya nos dirás qué tal con él. 

 Asintió con calmada satisfacción. 

 Como siempre, rústico pero barato y eficaz... es perfecto – contestó sonriendo – traeré todo lo que pueda cargar, aunque personalmente no me gusta su sabor, me encanta atrapar y trocear a esos estúpidos niños humanos.

 Y dicho esto se arrojó decididamente dentro de la deslumbrante y fluida membrana azul del Portal, rumbo una vez más hacia la extraña dimensión humana.

 

Escrito por Iván Escudero Barragán 

 

 



 

 

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