Un despropósito de año nuevo

 

 

Un despropósito de año nuevo

 


 Esto, claramente, es un despropósito de año nuevo, pensó Olga mientras luchaba por seguir caminando. Aunque la tentación de rendirse y desplomarse allí mismo era muy grande, se obligó a sí misma a sacar fuerzas de flaqueza y a continuar peleando por dar un paso más... y otro... y otro...

 La idea había sido buena, por supuesto que había sido buena: celebrar la nochevieja y el año nuevo con Nacho en medio de la más pura naturaleza, sin cobertura, a salvo de bulliciosos grupos de Whatsapp, inmunes a cualquier embarazoso protocolo familiar, lejos de molestas explosiones de petardos o gritos de vecinos borrachos, en suma, a resguardo de la faceta más molesta de la civilización. Pusieron mucho esmero en los preparativos. Primero, buscaron un refugio de montaña que estuviese abierto pero que a la vez se encontrase apartado de los principales caminos, de modo que fuese muy improbable que tuvieran que compartirlo con nadie. Tuvieron la suerte de encontrar un lugar que reunía tales características, y que encima tenía buenas reseñas por parte de los senderistas que lo habían usado para pernoctar en el pasado. Luego, imprimieron y plastificaron no uno, sino dos mapas, que, complementados por sendas brújulas, minimizarían el riesgo de desorientarse y perderse. Después de ello, prepararon un pormenorizado inventario que incluía todo aquello que necesitarían no solo para sobrevivir sino también para estar cómodos: ropa de abrigo potente, sus mejores botas de montaña, mudas de emergencia, una cómoda esterilla hinchable, camping gas para cocinar, comida deshidratada, agua en abundancia, mechero, navaja suiza, etc. Deberían cargar con pesadas mochilas, pero nada en la vida es gratis. Y finalmente, se aseguraron de lo más importante: la previsión meteorológica. Se animaron al descubrir que, en aquella zona, entre los días 31 de diciembre y 1 de enero iba a hacer un sol radiante, que conseguiría que por el día la temperatura subiese hasta los 10º C, aunque por la noche el mercurio bajaría inevitablemente por debajo del cero.
 
 El amanecer del último día del año les encontró en la carretera, conduciendo hacia las montañas. Allí aparcaron el coche en un agradable pueblecillo donde antes de comenzar el camino sucumbieron a un suculento arrebato de gula en la repostería local. Siempre era mejor empezar una aventura como aquella con un enérgico empujón de azúcar. La senda fue exigente pero bella, y les hizo ascender a través de tupidos bosques de coníferas, saltar sobre cantarines arroyos de aguas cristalinas, recorrer el serpenteante espinazo de un elevado collado que les regaló espectaculares vistas, pasar junto a un hermoso lago alpino, y finalmente, cuando el sol que les había alegrado y calentado durante todo el camino comenzaba ya a coquetear con el horizonte, su luz a tornarse anaranjada y las sombras a alargarse, llegaron al ansiado refugio, que se hallaba enclavado discretamente en una ladera boscosa. Sus cálculos habían sido correctos y el refugio estaba vacío. Se trataba de una pequeña pero robusta construcción de gruesa madera en cuyo interior había el espacio justo para dos bancos y una chimenea al lado de la cual algún buen samaritano había dejado varios leños de madera. Lo que debía de ser nuevo era la extraña estación meteorológica que se alzaba a pocos metros de la cabaña y que era casi tan grande como esta, ya que no la habían visto mencionada en ninguna reseña. La voluminosa e intrincada maquinaria estaba decorada por parpadeantes luces de distintos colores y en su interior zumbaba incesantemente algún tipo de hardware. No vieron ningún cable, ni tampoco paneles solares, así que supusieron que el artefacto estaría alimentado por una duradera batería que de vez en cuando alguien acudiría a  cambiar o recargar. También se preguntaron quién y cómo habría montado algo tan grande y sofisticado en un lugar tan remoto. Fuese como fuese, a pesar de su aparatoso tamaño, ni las luces ni el zumbido del artefacto eran especialmente molestos, así que tras hacerle varias fotografías terminaron por ignorarlo.  Antes de que se hiciese de noche, hicieron acopio de leña y de hojas secas, elementos con los cuales encendieron un fuego. Cuando las llamas fueron suficientemente vivaces consiguieron prender el primer leño. Asegurada de este modo una fuente luz y calor, y cerrando la puerta de la cabaña para protegerse de la intemperie, pudieron al fin relajarse. Tendieron esterillas y sacos, desplegaron un mantel en la zona de suelo que quedaba libre, y cenaron tranquilamente mientras repasaban los mejores momentos del año que dejaban atrás, seleccionando por supuesto aquellos sucesos más cómicos y que les hicieron volver a reírse de sí mismos y del mundo. Luego estuvieron divirtiéndose con un juego de cartas hasta que su reloj les avisó de que estaban a punto de dar las doce de la noche, momento en el cual sacaron sendas petacas convenientemente llenas de ron miel con las cuales brindaron y bebieron, festejando el paso a un nuevo año, que, si bien les plantearía intimidantes desafíos, también confiaban que estaría repleto de brillantes promesas e intrigantes oportunidades. Calentada el interior de la cabaña por las resplandecientes brasas anaranjadas en las que se habían convertido los gruesos leños que habían quemado, y calentado el interior de sus cuerpos por el ron miel, se arrojaron con ansia el uno hacia el otro mientras se despojaban de sus ropas. 


 Hicieron el amor apasionadamente, y según recuperaron el aliento y pudieron volver a moverse, se vistieron con la ropa de chándal que les haría las veces de pijama de invierno y así, felizmente agotados, se arroparon uno al lado del otro en el interior de sus sacos dispuestos a sumergirse en el mundo de los sueños, mientras la luz de las crepitantes brasas fluctuaba místicamente y se iba poco a poco apagando. Olga estaba relajada y feliz, había sido un día perfecto rematado por una noche fantástica, y dejándose arrullar por el indómito ulular del viento en el exterior en combinación con el pausado crepitar de las brasas en el interior, no tardó en quedarse dormida.

 Sin embargo, a pesar de toda su armonía física y mental, esa noche fue asaltada por una horrorosa pesadilla. Soñó que la estación meteorológica de al lado empezaba a emitir destellantes luces y su leve zumbido a crecer hasta convertirse en un fiero rugido. Acto seguido, la cabaña, con ellos dentro, se precipitaba de golpe hacia el interior de la tierra, como si fuese un ascensor al que se le hubiese roto el cable y se desplomase en pos de su destrucción arrastrado por la despiadada fuerza de la gravedad. Pero en su pesadilla la cabaña caía y caía, y ella, con sus entrañas retorcidas por el vértigo, flotaba ingrávida en medio del aire a la espera del atroz impacto que sabía les esperaba. “¡Estamos cayendo hacía el infierno!” le gritaba a Nacho, que se mecía inconsciente en el aire. Y entonces el esperado impacto llegó, haciéndola despertar e incorporarse casi de un salto, con el corazón latiéndole con tal fuerza que parecía amenazar con salirse de su pecho. Era aún noche cerrada, las brasas hacía tiempo que estaban frías y muertas, no llegaba ningún ruido ni luz desde la dirección donde se encontraba la estación meteorológica, Nacho dormía respirando pesadamente totalmente encerrado en su saco, y el gélido aliento de la madrugada invernal convenció a Olga de volver a arrebujarse profundamente en el interior del suyo. Solo había sido una pesadilla, nada más, seguramente un remanente de las tensiones del trabajo que se había hilvanado maliciosamente con los últimos acontecimientos conformando un guion propio de una película de serie B. Pero ahora estaba de vacaciones en una preciosa cabaña en compañía de Nacho y eso era lo importante. Estaba a salvo, todo iba bien. Volvió a dormirse y esta vez no tuvo ningún sueño perturbador.
 
 A la mañana siguiente no les despertó la luz del sol, sino el golpeteo de las ramas de los árboles cercanos contra las paredes de la cabaña, empujadas por un viento que aullaba amenazadoramente. Olga lanzó un grito de susto al descubrir que en el exterior no solo nevaba copiosamente, sino que toda aquella región estaba siendo azotada por una violenta ventisca que había cubierto al bosque con un níveo manto. La previsión meteorológica había hecho algo más que errar, les había conducido a un verdadero aprieto. No habían cargado con raquetas de nieve, ni tampoco contaban con provisiones suficientes para quedarse allí atrapados varios días. Tras discutir acaloradamente acerca de cómo debían de enfrentarse a aquella situación, viendo como la nieve se acumulaba más y más, amenazando con bloquear la puerta de la cabaña, optaron por recogerlo todo de nuevo en las mochilas, consultar el mapa, tener la brújula bien a mano, y dirigirse a toda prisa al pueblo donde habían aparcado antes de que el clima empeorase aún más. Quizá las carreteras estuviesen incluso cortadas y debieran de refugiarse en la casa de algún lugareño. Deseando ponerse a salvo lo antes posible, actuaron de esta manera. 


 Según salieron de la cabaña, varios fenómenos les golpearon a la vez, aterrándoles y encogiendo sus corazones. El primero fue el viento, que era duro y frío como el mismísimo Hades, y que les ametralló despiadadamente con un torbellino de copos de nieve tan duros y fríos como él. El segundo fue el bosque, era más espeso de lo que recordaban y no daba pista alguna de por donde discurría el camino que habían seguido la tarde anterior, el cual supusieron que debía de haber quedado oculto por el medio metro de nieve que cubría ya el suelo. El tercero, fue la estación meteorológica, que ya no existía. Allá donde se alzaba la última vez que la habían visto, solo había bosque y nieve. ¿Habían alucinado con ella? No, sus teléfonos móviles seguían teniendo fotos de la misma. ¿Entonces? ¿Se la había llevado el viento? Parecía improbable, ya que un vendaval así habría derribado su cabaña y tumbado los árboles vecinos. "Igual ha sido un corrimiento de tierra, se ha hundido y la nieve la ha cubierto" aventuró Nacho. Parecía razonable, y quizá el acontecimiento incluso había alimentado la pesadilla de Olga, sin embargo, no tenían tiempo de pensar mucho más en ello, debían de ponerse en movimiento lo antes posible. Consultaron la brújula y el mapa y se encaminaron hacia el pueblo. La ausencia de ningún sendero discernible les obligó a moverse bosque a través. Los primeros metros, Olga se sintió ilusionada al volver a sentir el blando crujido de la nieve bajo sus botas, ya que hacía muchos años desde la última vez que lo había experimentado. No obstante, la ingenua ilusión de la novedad duró poco, ya que la tarea de caminar hundiéndose hasta la rodilla en la nieve resultó ser agotadora, y el constante arañazo de los arbustos a través de los cuales debían de abrirse camino tampoco audaba. No solo avanzaban lentamente, sino que cada paso les hacía resoplar por el esfuerzo. Por su parte los gélidos copos de nieve que se estrellaban continuamente contra sus caras hacían que fuese difícil ver por dónde iban.

 A la media hora ya sudaban y jadeaban aparatosamente, y el interior de sus botas estaba encharcado a causa de la nieve que se había ido colando y derritiendo en su interior. Desafortunadamente, sabían que no podían parar, detenerse en esas condiciones era un suicidio. El espantoso gemido de la ventisca provocó que las tripas de Olga se anudaran de miedo, pero a la vez la adrenalina que su cuerpo segregó le dio fuerzas para seguir desafiando al espeso manto de nieve hollándolo desesperadamente con sus mojadas botas y pantalones. Llegado un momento, los árboles y arbustos formaron una barrera tan densa que no pudieron avanzar. Debieron de dar un costoso rodeo hasta llegar inesperadamente a un espacio abierto, una nívea explanada pulcramente alisada por el intenso viento que la barría con sucesivas oleadas de copos de nieve. Allí la nieve resultó mostrarse más compacta y avanzaron con menor dificultad, aunque a esas alturas las fuerzas de Olga estaban cercanas a agotarse. “¡Estamos caminando hacia el pueblo, la nieve hace que todo parezca distinto y amenazador, pero pronto llegaremos y nos pondremos a salvo!” gritó Nacho a través del bramido de la ventisca para intentar darle ánimos. Sin embargo, Olga sentía cada vez más miedo, y no solo por el temporal; la orografía que atravesaban no se correspondía con lo indicado en el mapa, a pesar de que según su brújula estaban en efecto siguiendo la dirección correcta. "¡Nacho!" gritó en respuesta "¡Volvamos a la cabaña! ¡Aún podemos seguir nuestras huellas de vuelta! ¡A este paso nos quedaremos sin fuerzas mucho antes de llegar al pueblo!". Era la única opción viable que se le ocurría para sobrevivir a aquello, en la cabaña aún quedaba leña y podían fundir nieve para beber, seguro que Nacho lo entendería. Y entonces lo oyó, un bramido sordo pero intenso que no correspondía con el de la ventisca y que resonó en su interior. Nacho también lo debió de escuchar porque se detuvo en seco. Apenas unos segundos después volvieron a escucharlo, esta vez aún más fuerte, un bramido gutural, de alguna manera orgánico, que provenía de algún lugar cercano. Miraron a su alrededor, pero la intensa nevada reducía la visibilidad a escasamente unos diez metros. Y de repente lo vieron, surgió justo delante de ellos de entre los remolinos de nieve. 


 Era enorme, peludo y avanzaba pesadamente mientras les anunciaba lo desesperada que era su situación. Olga nunca había visto en su vida un animal así, pero sabía por los libros que se trataba de un mamut lanudo. 

 

Escrito por Iván Escudero Barragán

 

 
 

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