Juega otra vez

 

 Juega otra vez

 

 Todo empezó cuando decidí comprarme aquella vieja casa de campo. Si bien necesitaba una reforma integral, la agencia inmobiliaria me la dejó a un muy buen precio y además estaba estratégicamente ubicada, cerca de un conveniente núcleo urbano por un lado, y colindante con la tranquilidad del bosque por otro. Era un edificio que llevaba muchos años abandonado y me tocó trabajar duro en su rehabilitación, aunque mereció la pena. Recuerdo el día en el que emprendí la última de la larga lista de tareas que había ido completando: ordenar el sótano.

 El desvencijado sótano de aquella casa había sido utilizado indiscriminadamente de trastero y encarnaba la pura esencia del caos. Me tocó pelear con todo tipo de cachivaches que competían unos con otros en las categorías de deterioro y anacronismo. Justo estaba terminando cuando hallé el mapa. Alguien lo había metido en una caja dentro de un pequeño armario.

 Aquel mapa cambió por completo mi vida. Estaba dibujado en un papel muy envejecido, tan deteriorado que parecía ir a desmoronarse de solo tocarlo. Le hice una fotografía con mi teléfono móvil, por si acaso, y con un cuidado exquisito lo transporté a un lugar seguro, concretamente a una funda de plástico. Pasé gran parte de la tarde estudiándolo minuciosamente. Mostraba lo que sin duda era un contorno costero, pero todas sus acotaciones y referencias eran un galimatías indescifrable para mi. Lo más enigmático de todo era que, justo en medio, destacaba una llamativa X roja bajo la cual se podía leer "ludi denove" (el único texto inteligible del documento). Gracias a Internet pude averiguar que aquello estaba escrito en esperanto y significaba "juega otra vez". ¿Qué diablos significaba aquello? ¿Y qué lugar del mundo estaba dibujado allí? Por fortuna, tengo una buena amiga, Sonia, que trabaja como cartógrafa en el Instituto Geográfico Nacional y que me ayudó a descubrir que aquel mapa hacía referencia a cierto punto en mitad de la costa birmana; de hecho las referencias que a mi me parecían garabatos eran en realidad localizaciones escritas en birmano. Esta revelación no hacía más que acrecentar el misterio. ¿Un mapa de una recóndita región de Birmania en el cual se mezclaban el idioma local y el esperanto y además se señalaban unas coordenadas exactas? ¿Había allí enterrado un tesoro pirata? ¿el Santo Grial? ¿el código fuente de Matrix? Poco a poco Sonia y yo nos fuimos obsesionando con aquello e inevitablemente acabamos por fijarnos el objetivo de viajar allí y desentrañar el enigma.

 Pasamos todo un año ahorrando y haciendo planes, y cuando finalmente los dos nos vimos apretujados en los asientos de clase turista de un avión rumbo a Rangún (la ciudad más poblada de Birmania), me sentí como en un sueño. No me lo podía creer, después de tantos meses de planificación aquello estaba por fin ocurriendo. Por supuesto, aprovechamos para hacer turismo a través de Birmania, y un día, mientras contemplábamos un bonito atardecer a orillas de la selva, Sonia confesó que me amaba. Mi corazón latió con fuerza cuando le respondí que yo también sentía lo mismo y le agradecí la valentía de haberse atrevido a dar el primer paso. Aquella noche, en la cabaña que habíamos reservado para los dos, Sonia y yo fuimos más que amigos.

 Cómo conseguimos llegar a la ubicación señalada por el misterioso mapa consistió en una aventura digna como mínimo de un podcast. Solo diré que tuvimos que sobornar a varios funcionarios, viajar en vehículos que bien podrían hacer estado en una chatarrería e incluso caminar a través de la peligrosa selva mochila al hombro.

 Pero tras cuatro día de esfuerzos al fin lo logramos, conseguimos llegar a aquel lejano y exótico litoral selvático. Nuestro corazón dio un vuelvo cuando descubrimos que, justo en las coordenadas marcadas por la X, había una destartalada cabaña de madera y techo de paja. Las palabras "ludi denove", juega otra vez, resonaron en mi cabeza.

¿Te imaginas que dentro hallamos un mapa marcando la ubicación de tu casa? Bromeó Sonia.

Bueno, si es así nos reiremos. Sea como sea, gracias a ese trozo de papel nos hemos ganado una bonita aventura y lo que es aún mejor, habernos conocido realmente.

Sabía que no desaprovecharías la oportunidad para soltar alguna moñez rió ella antes de darme un sonoro beso.

 Al ser el descubridor del mapa, Sonia me cedió el honor de ser el primero en entrar en la cabaña. Se trataba de un lugar escueto, lúgubre y empapado en un profundo olor a madera putrefacta. Como mobiliario solo contaba con una mesa y un par de sillas. Hasta que no saqué el frontal de luz de la mochila e iluminé un poco mejor aquella estancia no descubrí la trampilla que destacaba en el suelo. Con mano temblorosa tiré de dicha trampilla y dejé al descubierto una escalera de madera que bajaba hacia la más insondable oscuridad.

Los caballeros primero sentenció Sonia con su habitual sonrrisa sardónica.

 Encogiéndome de hombros me sujeté el frontal de luz a la cabeza, me encaramé a la rudimentaria escalera e inicié el descenso hacia lo desconocido. Bajé y bajé. No conseguía atisbar el fondo y temía estar dirigiéndome hacia el mismísimo Hades griego. Y entonces mi bota izquierda tocó el suelo, un pavimento de piedra que me resultaba familiar. Blandí el haz de luz del frontal en todas direcciones y descubrí un sin fin de cachibaches revueltos sin ton ni son. Era el sótano de mi casa y lucía tal y como estaba la primera vez que lo vi. Temí estar volviéndome loco e intenté subir de nuevo por la escalera, salvo por el hecho de que... la escalera ya no estaba.

¡¡Soniaaaa!! ¡¡Soniaaaaaaaahhh!! grité hasta desgañitarme, pero no hubo respuesta.

 Salí corriendo a la calle, un luminoso día de primavera en el barrio que tan bien conocía, y, jadeando por el miedo, me quedé mirando a mi casa como si fuese el edificio más extraño que hubiese visto jamás. Casi de manera instintiva me eché mano al bolsillo; mi teléfono móvil seguía allí. Al desbloquearlo un escalofrío recorrió mi espalda, la fecha que se mostraba en pantalla era la misma en la que había descubierto el mapa, mapa que volvía a estar metido en su caja dentro de aquel pequeño armario.  

 

 Escrito por Iván Escudero Barragán

 

 



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