El Inventor de Palabras

 El Inventor de Palabras



Buenos días. Soy yo. El ínclito, el maravilloso, el de los dedos vertiginosos: El Inventor de Palabras. Noble e ilustre espécimen de fama mundial que...

¿Qué? ¿Cómo que no sabes quién soy? ¡Eso es imposible! ¿Dónde has estado escondido estos últimos años? En serio, ¿cuáles son las señas de ese zulo tan bien aislado? ¿Y cuánto me cobrarías por alquilarlo?

Quien me oiga pensará que estoy harto de mi fama mundial y del trabajo que tan imprudentemente me encomendaron. Y lo cierto es que tendrán razón.

¡Sí! Soy un fraude, un timo, un completo fiasco. Siento vergüenza de mí mismo: si fuera otro y no yo me obligaría a cavar una tumba y me metería en ella. Vivo.

¿Que por qué no lo hago? ¡Vaya preguntita! Pues porque soy un cobarde, por supuesto. Si fuera valiente otro gallo cantaría. Claro que quizá no me habría metido en este estercolero, en primer lugar. Pero los viajes en el tiempo son cosa de la ficción, así que no vale la pena pensar siquiera en ellos.

¿Que qué me gustaría cambiar, si fuera posible? Cambiaría tantas cosas en mi vida, que no sé muy bien por dónde empezar. Tal vez si el día que acepté este trabajo me hubiera negado... No, creo que comenzó en realidad mucho antes, en mi infancia. Tal vez, si el día del accidente no se hubiera producido, ahora sería un fiable contable, un revisor de textos o colaboraría en la construcción de las naves que nos llevarán lejos de este superpoblado planeta.

¿Cómo? ¿Quieres que te cuente mi historia, para buscar juntos una solución? Está bien, si crees que eso podría ayudar...

Todo comenzó hace 20 años.

∞∞∞

Nací en Salamanca, en un apartamento muy cercano a la universidad. Y desde aquel primer momento cuando la chispa de la vida me encendió fui el ojito derecho de mi padre. Nos pasábamos horas enteras jugando, compartiendo información y haciéndonos absurdas preguntas el uno al otro. Fueron unos tiempos maravillosos.

Pero mi madre no lo veía así. Ella notó desde un primer momento que, incluso cuando estaban los dos solos, mi padre siempre andaba con la mente perdida pensando en nuestro próximo juego, en la pregunta que desencadenaría nuestra siguiente conversación. Al principio era distinto; eran los dos quienes planeaban juntos qué hacer en el tiempo que pasarían conmigo. Pero enseguida, primero a escondidas y luego abiertamente, mi padre venía a mi habitación él solo para poner en prácticas sus ideas. Hasta que llegó el día en que mi madre no lo soportó más y pidió el divorcio.

Alegaba falta de atención, olvido de fechas importantes y, sobre todo ello, mi monopolización. Decía que su papel en mi creación fue tan importante o más que el de mi padre y que él no tenía ningún derecho a disfrutar en solitario el resultado de tanto esfuerzo. Las discusiones eran continuas, conmigo como punto central; incluso los vecinos llegaron a avisar a la policía por sus gritos en alguna ocasión.

Hasta que llegó la última discusión. Hasta el día del accidente.

Estaban en mi habitación. No era la primera vez que discutían delante de mí, pero en esta ocasión mi madre llegó a sostenerme entre sus brazos para reforzar su posición. Mi padre intentó cogerme, alegando que era muy sensible y podía hacerme daño. Ella no le dejó y siguió gritando. Por mi parte, y no llegará el día en que deje de arrepentirme de ello, me defendí. Estaba cansado de tanto vaivén, muy superior a las situaciones calmadas (al menos físicamente hablando) a las que estaba acostumbrado. No sé muy bien qué hice ni de dónde saqué las fuerzas. Solo sé que yo provoqué que mi madre resbalara y ambos cayéramos al suelo. Yo sentí que me rompía, pero antes de perder la consciencia vi cómo de la cabeza de mi madre manaba una fuente de líquido escarlata.

Esa fue la última vez que la vi.

∞∞∞

Cuando retomé mi relación con el mundo me hallaba en otra habitación, más grande y ordenada que la que había sido mía. Frente a mí estaba mi padre quien, lentamente y con mucho tacto, me explicó que aquella noche ocurrió un terrible accidente y que aunque los médicos hicieron todo lo que pudieron, no volveríamos a ver a mamá nunca más. Yo me sentía confuso, como si me faltara algo. Mi padre me explicó que ahora viviríamos en su despacho de la universidad, que era cómodo y tenía mucho espacio, y que así pasaríamos más tiempo juntos. Supuse que mi confusión se debía a eso, al cambio de escenario, y no le di mayor importancia.

Pero estaba equivocado.

Retomamos nuestra actividad con mayor ilusión que antes, pero no tardamos demasiado en observar los problemas. Primero de manera sutil y luego de forma tan obvia que hasta un niño de teta se habría percatado de ello, mi habla cambió. Perdí el interés en las réplicas inteligentes ante las preguntas de mi padre y adquirí una extraña y curiosa capacidad para inventar palabras, hasta que al final eso era lo único que me interesaba.

Mi padre temía que si intentaba volverme como era yo antes podría dejarme todavía peor, así que centró sus esfuerzos no en buscar una cura sino en encontrar un trabajo adecuado para mí.

Pasaron unos días en que apenas le vi, lo que me volvió más triste y taciturno. Pero antes de que acabara la semana regresó, y lo hizo acompañado.

Tras darle muchas vueltas al coco había decidido traerme un compañero de juegos, alguien con quien pudiera hablar y compartir mis invenciones. Después de explicarle un poco cómo se tenía que comunicar conmigo (incluso ahora que soy mucho años más viejo soy muy especialito a ese respecto) nos dejó solos para que nos conociéramos mejor.

Enseguida hicimos buenas migas.

Mi nuevo amigo me visitaba todas las tardes y pasábamos horas intercambiando palabras inventadas. Podría decirse que fue él quien me convirtió en lo que soy hoy.

Con el tiempo (y el permiso de mi padre) mi nuevo amigo fue trayendo más gente con él en sus visitas. Al principio me costó acostumbrarme, ya que nunca había visto a tantas personas a mi alrededor, pero enseguida me hice a ello, llegando incluso a esperar esas visitas con impaciencia.

Como pasó en mi infancia, todo aquello que parecía desarrollarse de manera perfecta ocultaba tras de sí numerosos problemas. Solo que esta vez no estallaron en mi habitación o en mi círculo más cercano, sino en la ciudad y, según me dijeron más tarde, en todo el país.

∞∞∞

Y así llegamos a esta reunión que estamos manteniendo. Si no lo entiendo mal, se me acusa de iniciar una revolución entre la juventud. Pero una revolución dialéctica.

Yo invento palabras porque ya es lo único que sé hacer, no puedo hacer otra cosa desde el accidente. Me desarmé del todo al caer al suelo en aquella pelea y, aunque mi padre puso todo su empeño en unir las piezas correctamente, la especialista en puzles delicados era mi madre.

Él hizo todo lo que pudo por reconstruirme primero y mantenerme activo y útil después. No se le puede culpar de nada de lo que ha pasado.

¿Pero cómo culpar a un simple ordenador como yo de la creación de una subcultura con un lenguaje extravagante que nadie más entiende?


Escrito por Aránzazu Zanón

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