El oscuro secreto de la navidad

 

El oscuro secreto de la navidad

 

 La madrugada de aquel 25 de diciembre me levanté para orinar, como hacía casi todas las noches. Justo regresaba a mi habitación tras cumplir con la llamada de la naturaleza cuando oí una especie de forcejeo metálico proveniente de la puerta de la calle. Me acerqué a ella y en efecto pude comprobar aterrado como la cerradura chirriaba y la madera crujía y se sacudía mientras alguien trataba de abrirla.

 "¡Ladrones!" – Pensé, y corrí a echar mano de mi teléfono móvil.

 Justo estaba marcando el número de la policía cuando la puerta de la calle se abrió de par en par y allí apareció el mismísimo Papa Noel en persona. No había dudas de que era él: el ridículo gorro, la espesa barba blanca, las gafas redondas de montura metálica, el pijama rojo sujeto con el cinturón negro, la voluminosa barriga, las botas… Casi se me desencaja la mandíbula y se me cae el móvil al suelo del asombro.

– ¿¡Cómo has conseguido entrar!? – Le grité. Acaba de abrir como si tal cosa una puerta blindada que a mis padres les había costado muchísimo dinero.

– Pero... pero... ¿qué haces despierto? – Atinó a responder Papa Noel.

– Pues... me había levantado a mear, y... es que además has hecho una barbaridad de ruido... – respondí perplejo.

– Así que es cierto… hay personas inmunes al gas… – musitó él.

– ¿¡Nos has gaseado!? – Exclamé indignado.

– El gas somnífero forma parte del protocolo, en el caso de tu apartamento lo hemos filtrado por la campana extractora de la cocina. Y no me mires así, yo solo cumplo órdenes. – contestó Papa Noel encogiéndose de hombros como si aquello no fuese con él.

 Fue en ese momento cuando me di cuenta de que no portaba ningún saco con regalos. Él pareció darse cuenta de mi apreciación, porque dio media vuelta, salió al pasillo de la escalera, y regresó con un palet con ruedas como los que usan los reponedores de los supermercados, salvo que este estaba cargado de regalos. Cogió tres de ellos y los dejó en medio del salón.

 Tenía tantas preguntas que hacerle, tantas, que se las lancé de manera atropellada:

– ¿Cómo has conseguido entrar? ¿Cómo puedes visitar tantas casas en una sola noche? ¿Por qué haces esto?

 Papa Noel me detuvo con un gesto y, tras cerrar la puerta de la calle, se sentó en una de las sillas de mi salón, sacó un cigarro de su barba, lo encendió con un chasquido de sus dedos y le dio una larga calada. Echó el humo por la nariz, como si fuese un dragón. El aroma de aquel tabaco era mentolado, casi agradable.

–  Saber la verdad no es gratis, mi tiempo es valioso – declaró.

–  ¡¿Cuánto?!

–  100 €

–  ¡Solo tengo 14 años! ¡No tengo tanto dinero!

– Mnn… ¿Cuánto puedes ofrecerme joven?

 Corrí a por mi cerdito hucha y lo arrojé a sus pies, donde se rompió aparatosamente mostrando un contenido de apenas 20 miserables euros.

– No es suficiente. – dictaminó Papa Noel levantándose de la silla.

– ¡Espera un minuto! – rogué.

 Entré a la carrera en el cuarto de mis padres, que dormían profundamente, y revolví en su mesilla de noche hasta encontrar lo que buscaba. Volví como una exhalación hasta el salón, donde Papa Noel aún me esperaba de pie, y le tendí un colgante de perlas y un brazalete de oro. El hombre frunció el ceño y examinó el colgante con una lupa que se sacó también de la barba, e hizo lo mismo con el brazalete, que además mordió. Asintió satisfecho, guardándose las joyas en un bolsillo, y me pidió que me sentase en el sofá.

 Me lo contó todo. Eran clones, millones de clones. Habían sido desarrollados en laboratorios genéticos secretos propiedad de la OMC (Organización Mundial del Comercio) y poseían varios poderes biónicos; por ejemplo, sus huesos eran cartilagionosos y podían descoyuntarse sin problema en caso de que tuviesen que colarse por un sitio muy estrecho, ya que la tradición exigía que accediesen a los hogares por las chimeneas. Por supuesto también habían sido instruidos en la apertura de todo tipo de cerraduras para cuando no hubiese chimeneas, como era el caso de mi apartamento. Su objetivo no era otro que alimentar al capitalismo haciendo girar la insaciable rueda del consumismo navideño.

– Pero… ¿Para qué tanta complicación? ¿Porqué los padres no compran los regalos y ya está? – Le interrumpí.

– Así que aún crees en los padres, ¿eh? Jajaja – se carcajeó Papa Noel. – Si tuviéramos que confiar en los padres la navidad sería una mierda, ningún niño ni ningún adolescente como tú tendría regalos. No, tenemos que encargarnos nosotros. Eso sí, luego les pasamos la factura, por supuesto. El trato es que se paga, no hay preguntas y a cambio hay regalos.

– ¿Y si os devuelven la factura y no pagan? ¿Y si quieren saber más?

– Entonces les visita el Grinch. Y el Grinch siempre consigue que paguen y que callen la boca. Siempre.

 No quise saber cómo actuaba el Grinch, pero aún me quedaba una última pregunta.

– Este año en mi casa no hemos hecho lista de regalos… ¿cómo sabéis lo que tenéis que regalarnos?

– Fácil, solo tenemos que husmear en vuestro historial de búsqueda en Internet y en todas esas tonterías que ponéis en las redes sociales. Todos vosotros nos ayudáis constantemente a alimentar vuestros perfiles con toneladas de datos. ¿Satisfecho?

 Asentí lentamente, tratando de asimilar aquella información.

 Papa Noel apuró el cigarro mentolado, lo arrojó a un rincón tras apagarlo en su propia mano, y se levantó de la silla sacando una especie de extraña cámara de fotos no de su barba sino de un bolsillo.

– En fin chico, ahora voy a tener que borrarte la memoria. – declaró gravemente – Entiéndelo, no puedo permitir que vayas por ahí revelando nuestros secretos, y tampoco querrás que te visite el Grinch.

– Sí… lo entiendo, ya me lo imaginaba. – respondí mansamente – ¿Me dolerá?

– No, es un procedimiento totalmente inocuo, no te dejará ninguna secuela.

– ¿Debo de acercarme a ese aparato? – dije dando un par de pasos hacia él.

– No, no es necesario, puedes quedarte donde estás, solo será un momento.

 Hubiese querido haber podido acercarme más, pero tuve que apañarme con aquella distancia. Salté como un gato sobre Papa Noel y me aferré a aquel extraño dispositivo como si me fuese la vida en ello. Intenté quitárselo de entre las manos, pero lo tenía firmemente aferrado y los dos forcejeamos gruñendo. No solo era más grande que yo, si no también muy fuerte, así que hice lo único que podía hacer, darle un fuerte rodillazo en la entrepierna. Golpeé una superficie dura e indiferenciada.

– Buen intento chico, pero nos fabrican sin genitales. – respondió él regalándome una salvaje sonrisa que me heló la sangre.

 ¿Cuál podía ser el punto débil de Papa Noel? Las gafas era un buen comienzo, así que le escupí en la cara para que no pudiera ver nada. Luego le lancé otro rodillazo, esta vez a la voluminosa tripa, y ahora sí le hice un poco más de mella, aunque el maldito seguía sin soltar el aparato.

– ¡Puto mocoso cabrón! – me gritó tratando de patearme a ciegas.

– ¡Siempre fui de los Reyes Magos jodido gordo asqueroso! – respondí.

 Papá Noel fue dominado por un ataque de ira tan violento que aflojó ligeramente las manos del artefacto, lo suficiente como para que pudiera quitárselo. Lo apunté contra su cara y pulsé el único botón que tenía. Un flash irradió su congestionado rostro y lo dejó parpadeando con expresión desorientada. Supuse que aquel desmemorizador debía de funcionar como el de la película de Men in Black.

– Has entrado en esta casa, has dejado los regalos que correspondían y no ha sucedido nada fuera de lo común. Ahora te vas a ir a la siguiente casa a continuar con tu trabajo. – Mientras le daba estas instrucciones aproveché para recuperar las joyas de mi madre del bolsillo donde las había guardado. En su lugar le dejé de vuelta el artefacto desmemorizador.

– Sí… eso es… – balbuceó Papa Noel mientras abría la puerta de la calle, cogía el palé con ruedas con el resto de regalos y salía con él al pasillo de la escalera.

 Cerré lo más suavemente que pude la puerta detrás de él. Con mi corazón aun latiendo rápidamente, me asomé a la mirilla para asegurarme que aquel espantoso ser realmente se alejaba de mi hogar. A través de la distorsión del angosto cristal pude contemplar como Papa Noel llamaba al ascensor, y allí se encontraba con… otro Papa Noel.

– Venga, sube, que este ascensor es enorme y cabemos los dos. – le dijo su colega.

 Mi Papa Noel le hizo caso y el ascensor les condujo a ambos a continuar con su ronda.   

 Las siguientes semanas pasé mucho miedo, pero ningún Grinch vino a por mí, así que supongo que estoy a salvo. Me he tomado muchas molestias en conseguir que este mensaje sea casi imposible de rastrear, pero si aun así me pillan espero que este acto de valor no haya sido en vano. Si me estás leyendo, obtén de la manera que puedas una máscara antigas y póntela la madrugada del día 25 de diciembre. Si lo haces, comprobarás que mi historia es cierta y entonces, todos juntos, podremos actuar. 

 

Escrito por Iván Escudero Barragán

 


 

 

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