La princesa y el escudero

 La princesa y el escudero



Érase una vez una princesa en un lejano reino que, pese a tener todo lo que necesitaba y quería, era infeliz. No entendía la razón, pero simplemente era incapaz de disfrutar de nada.

En ese reino había un escudero con gran ambición pero con los bolsillos totalmente vacíos que anhelaba poseer todas y cada una de las cosas que tenía la princesa. Incluso sus vestidos. Pero como no había modo de que los consiguiera se sentía desdichado.

Un día, mientras desensillaba el caballo de su señor, escuchó a otros escuderos hablar de unos piratas que habían puesto precio a la cabeza de la princesa. Fingiendo haber recibido orden de realizar en el puerto unos recados, el escudero salió del palacio y buscó al capitán de esos piratas para interesarse por la recompensa.

El capitán al principio se rió de él, y luego le amenazó por hacerle perder el tiempo. Pero como el escudero siguió en sus trece, al final le explicó que tendría que llevar a la princesa a una cueva situada a un par de kilómetros al sur, cerca del acantilado, cuando la luna llena se hallara en su cénit. Eso le dejaba un día y medio para planificar.

El escudero estuvo dándole muchas vueltas a su plan, pero al final se decidió por lo más sencillo. Engatusando a una de las doncellas reales, logró aproximarse a la princesa y le susurró que conocía el remedio a su infelicidad. Ella le preguntó qué quería a cambio y él le respondió que le bastaba con ver feliz a su princesa. Tras esto no necesitó mucho más para convencerla, quedando con ella en los establos al comienzo de la noche con la luna llena más radiante de todo el año.

La princesa, intrigada por tan arriesgada y extraña proposición, se presentó en el momento indicado vestida de amazona y dispuesta a seguir al escudero hasta el fin del mundo. Ya reunidos el escudero y la princesa, montados uno en un caballo viejo y renqueante y la otra en una flamante yegua, se internaron en la noche. El escudero dirigió los caballos hacia la gruta del acantilado por el camino largo, para asegurarse de llegar a la hora acordada.

Una vez frente a la gruta desmontaron y, al no haber ni rastro de los piratas, el escudero le indicó a la princesa que entrara en la cueva. Apenas puso un pie en su interior aparecieron los piratas, que movieron una piedra para tapar la entrada a la gruta. La princesa gritó, y el capitán le respondió que si quería salir tenía que continuar por el túnel hasta el final, pero que solo le permitirían regresar a palacio si traía consigo el tesoro del rey trol.

Temblando de miedo y sintiéndose extrañamente excitada por ello, la princesa echó a andar. Largo tiempo después descubrió lo que parecía una cocina gigantesca. Tan grande como para pertenecer a un trol. Justo cuando esta idea cruzaba por su cabeza, un gigantesco trol apareció a su espalda y declaró que se convertiría en su tentempié de medianoche. La echó en una esquina y puso a hervir su caldero, mientras empezaba a entonar todas sus recetas para decidir cuál combinaba mejor con su joven y jugosa carne.

Pese a estar invadida por el terror, la princesa mantuvo la cabeza fría y miró a su alrededor buscando una manera de escapar. Localizó el tesoro junto a una pared y ,en un momento de distracción del trol corrió hacia allí con idea de agarrar el cofre y salir pitando.

Sin embargo, en su huida golpeó una mesa con varios tarros de hierbas, cayéndose estos al suelo y haciéndose pedazos. Esto alertó al trol. Por fortuna, éste era un amante del orégano en la comida, y en lugar de perseguirla se lanzó al suelo para intentar rescatar su preciada especia.

Ella aprovechó su oportunidad, agarró el cofre y echó a correr sin saber bien a dónde se dirigía. De algún modo llegó a lo que parecía una salida y se lanzó hacia allí, cayendo en picado al mar.

Cuando volvió a abrir los ojos estaba empapada de pies a cabeza, tumbada de espaldas, con el escudero también mojado a su lado. Muerto.

El capitán de los piratas le explicó brevemente lo ocurrido. Después de cerrar la entrada a la gruta todos se dirigieron a la que sabían que era la única opción restante para salir de ella. Tras lo que parecieron horas la vieron precipitarse y, al ver que no salía del agua, el escudero se lanzó y nadó para sacarla. Pero el mar fue mucho para él, y acabó golpeándose en la cabeza cerca ya de la orilla, siendo las olas quienes los acercaron finalmente a la orilla.

También dijo que sometía a mucha gente a esa prueba y que a los escasos supervivientes les ofrecía volver a casa o ingresar en su tripulación. La llevaron de nuevo a la entrada y vieron que no quedaba rastro de los caballos; según parecía, al escudero se le había olvidado ocultarlos.

La princesa preguntó cómo iba a regresar ahora, y el capitán le prometió llevarla en su barco. Poco después desembarcaba en el puerto de su ciudad. Ya se sentía en casa, a salvo. Solo tendría que acercarse a cualquiera de los guardias que comenzaban la ronda con el alba y pedirle que la acompañara a palacio. Podría volver a su cama en menos de una hora.

Pero decidió quedarse con los piratas.

Escrito por Aránzazu Zanón

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