La siguiente habitación

 

 La siguiente habitación

 

 Entré en la estancia, que más que una habitación parecía una cueva, con techo y paredes de piedra basta. El suelo era de crujiente grava y arena. Justo en medio, el fuego de una hoguera crepitaba tranquilamente iluminando el lugar y lanzando al aire danzarinas chispas. Su reconfortante calor era muy de agradecer. Justo a su lado unas pieles de animales parecían servir de improvisado lecho. Pero lo que realmente llamaba la atención eran las pinturas que abarrotaban el techo: bisontes, mamuts, ciervos y rinocerontes lanudos; todos ellos perfectamente perfilados en negro y coloreados de vivos pigmentos rojos, naranjas y ocres. Bajo la fluctuante luz anaranjada del fuego, aquellas figuras animales parecían a punto de ir a cobrar viva y ponerse corretear por la heterogénea superficie de la roca. 

 A pesar de que era un espectáculo sobrecogedoramente maravilloso, debía de continuar. Rodeé la hoguera y me dirigí a la oscura gruta que marcaba la salida de aquel lugar. Era angosta y tuve que agacharme para pasar a través de ella. La gruta me condujo a un pasillo cómodamente más amplio cuyas lisas y blancas paredes refulgían con una extraña luz nacarada. Su suelo, perfectamente pulido y plano, contrastaba con la tosca grava arenosa de la cueva. Se trataba de un corredor muy largo que terminaba en una repentina oscuridad. El eco de mis tranquilos pasos resonaron a lo largo de los cincuenta metros que me separaban de la negrura, en la cual me adentré con más curiosidad que temor. Una débil luz se me anunció entonces a una distancia indeterminada. Como había escuchado decir tantas veces, me dirigí hacia la luz.

 La luz se hizo cada vez más cejadora a medida en que me acercaba a ella hasta que se transformó en nueva estancia. No tenía la sensación de haber entrado en ella, simplemente de repente me hallaba allí. El lugar esta vez sí que podía ser definido como una habitación de paredes lisas y pulcros ángulos rectos, y estaba convenientemente iluminado por sendos pebeteros ardientes ubicados estratégicamente. Lo primero que llamó mi atención fue la estatua de la diosa Atenea que me miraba desde uno de los rincones. Era ligeramente más alta que yo y estaba profusamente policromada con decididos e intensos colores. Atenea lucía sus conocidos atributos: el redondo escudo, la lanza, el casco coronado por un bonito penacho, e incluso tenía un buho en el hombro para que no cupiese ninguna duda acerca de su identidad. Además, la estancia estaba amueblada por una mesa y una silla de oscura madera, posiblemente ébano, ambas talladas con elaboradas filigranas. En medio de la mesa yacía un intrigante pergamino enrollado. Ya no corrían animales prehistóricos por el techo, sino que esta vez las paredes estaban decorados integralmente por barrocos frescos que mostraban a un grupo de faunos de aspecto graciosamente grotesco persiguiendo a unas bellas doncellas vestidas con vaporosas túnicas a lo largo de un florido campo, así como a diversos animales silvestres presenciando la escena. No pude evitar esbozar una sonrisa ante semejante escena. Fue solo entonces cuando me fijé en el suelo: un mosaico cuyas teselas blancas y negras construían complejos patrones geométricos cuya contemplación me hipnotizó durante unos segundos. Me dieron ganas de quedarme un rato más allí, y en especial de sentarme a desplegar e intentar leer el contenido del pergamino, pero sabía que el tiempo iba en mi contra y debía de seguir. En esta ocasión la salida de la habitación la anunciaba una cortinilla de color verde. La aparté con la mano y al otro lado, como ya sabía que iba a suceder, me encontré con un nuevo pasillo blanco que refulgía serenamente con su misteriosa iluminación, y al final del cual se intuía el siguiente pozo de oscuridad en cuya dirección me encaminé.

  Repetí de nuevo el mismo ritual y tras atravesar la densa oscuridad primero, y dirigirme a la cegadora luz después, terminé en la tercera habitación. Era más tenebrosa que la anterior, ya que solo estaba iluminada por una antorcha colocada sobre un soporte metálico anclado en una de las paredes de oscura mampostería, y cuyo bailarín fuego hacía lo que podía por luchar contra las sombras. El suelo volvía a ser crujiente, compuesto de una fina y apelmazada gravilla. Ya no había pinturas en las paredes, pero sí un tapiz colgado de una de las esquinas del techo, que mostraba a unos gallardos caballeros participando lanza en mano en un torneo. La representación, aunque colorida, era un poco esquemática, pero aún así conseguía transmitir el ímpetu de aquellos combatientes cabalgando unos contra otros, bien pertrechados tanto ellos como sus monturas con armaduras y las debidas insignias heráldicas. En la pared de enfrente colgaba de la pared un escudo de madera de roble decorado con un blasón pintado que mostraba un castillo oro sobre dos espadas azur cruzadas contra un fondo sable. También había un soporte de madera para armas donde uno podía elegir entre un hacha de guerra y un pesado mandoble. En cuanto al mobiliario, se había visto reducido a una desvencijada mesa y un no menos tosco taburete. No había lectura allí, pero habría querido intentar empuñar el mandoble y comprobar si era capaz de blandirlo en el aire. Sin embargo, el tiempo no me lo permitía. No podía desperdiciar ni un solo segundo, debía de seguir avanzando. Crucé ahora una pesada puerta de quejosa madera y de regreso en el ya familiar pasillo blanco caminé velozmente en busca de la siguiente habitación. 

 Y la siguiente habitación, la cuarta ya, era muy distinta. El suelo era de pulcras baldosas de mármol y la estancia estaba profusamente iluminada por una lujosa lámpara de araña cuajada de velas que colgaba del alto techo. La decoración era excelsa. Para empezar contaba con un lujoso sofá de terciopelo azul turquesa que te invitaba a sentarte y a leer allí uno de los sugerentes libros que abarrotaban la bonita biblioteca de madera pintada de blanco veteado en dorado que había enfrente. Colgado sobre el sofá admiré un bonito cuadro al oleo que mostraba a una fragata de tres mástiles, muchas velas y aún más cañones capeando una feroz tempestad. También destacaba un globo terráqueo que hice girar distraídamente sobre el soporte que lo sujetaba, viendo como se mostraban el esbozo de los cinco continentes aunque aún con grandes zonas sin cartografiar. Sobre el globo terráqueo, un espejo enmarcado en filigranas de oro me devolvió el reflejo de mi cara ojerosa, despeinada y con la barba sin arreglar. Finalmente, el techo consistía en un exquisito artesonado de madera dividido en un relieve de cuadrículas, cada una tallada con un entramado geométrico distinto. Quería hacer tantas cosas allí: buscar mi país y ciudad en el mapa, husmear en la biblioteca, comprobar si el sofá era en realidad tan cómodo como parecía, recrearme en los detalles el cuadro y del techo... mas no era posible. Tenía que proseguir, no podía detenerme. ¿Cuánto tiempo me quedaba? Imposible saberlo. Crucé la puerta finamente esmaltada de azul cielo que me condujo al pasillo blanco y corrí al encuentro de la oscuridad, al encuentro de la luz, al encuentro de  la quinta habitación.

  La quinta habitación incorporó una novedad importante: había sonido. Sobre una vestusta cómoda de madera una vieja radio estaba emitiendo buena música, un alegre swing de pegadizo ritmo. El suelo era de un parqué ya algo gastado y una bombilla eléctrica colgaba del techo e iluminaba eficazmente la estancia sin demasiados alardes. Las paredes estaban empapeladas con una teselación de verdes motivos vegetales que me pareció fascinantemente hortera. No había sofá, pero sí un sillón que me tentaba a dejarme caer sobre él y entregarme a su mullido abrazo. De nuevo había una estantería con libros (mucho menos decorada, eso sí), pero además también descubrí varios periódicos que alguien había dejado caer sobre una mesita ubicada en el centro de la habitación. Periódicos cuyos titulares y fotografías de primera plana me vi obligado a ignorar. Tampoco pude cacharrear con el dial de la radio, no, empujé una puerta corrediza de madera y me lancé hacia el inevitable pasillo blanco, siempre imperturbablemente iluminado desde ningún sitio pero por todos lados a la vez. Oscuridad. Luz. La sexta habitación.

 La sexta habitación me hizo acordarme de mi infancia, podría haber sido perfectamente la casa de mis padres: una mesa camilla sobre la cual había una aparatosa televisión de tubo que por supuesto estaba encendida y en la cual estaban echando una película del oeste, un revistero donde no cabía absolutamente ninguna revista más, una potente lámpara de pie, el suelo de cálido pero roído corcho, una mesa con muchos cajones y algunos libros encima, un póster de la película "Vértigo" adornando una de las paredes pintadas de gotelé color salmón, un sofá cheslong de dimensiones modestas pero correctas... quizá allí es donde más tiempo me habría quedado, cambiando la televisión de canal, revolviendo en los cajones, curioseando las revistas, repanchingándome en el sofá... habría estado bien, pero por supuesto era imposible.

 Crucé una puerta de madera decorada con un traslúcido panel de vidrio de colores y entonces se produjo un cambio en mi. Por enésima ocasión me enfrentaba al largo pasillo blanco y su fantasmagórica iluminación que contrastaba con la oscuridad que acechaba en la distancia. Pero esta vez no las tenía todas conmigo. Sentía que empezaba a adentrarme en terreno desconocido, y eso me inquietaba. Caminé lentamente hacia mi encuentro con la séptima habitación.

 La séptima habitación me recibió con un despliegue de alta tecnología. Una pantalla de plasma ocupaba casi por entero una de las lisas y grises paredes mostrando el coreografiado videoclip de un grupo de K-pop al cual alguien había tenido la cortesía de poner en mute, el techo brillaba gracias a un psicodélico mosaico de luces led de color cálido, el suelo era de baldosas blancas pero de alguna manera estaba caliente, un enorme puff morado situado frente al televisor prometía un billete solo de ida al reino de la pereza en el caso de que decidiera dejarme caer sobre él, y de la sencilla mesita que había en el centro de la estancia surgió un holograma de la princesa Leia que se dirigió a mi:

Buenas noches Iván, ¿cómo te encuentras? Acabo de limpiar la estancia (señaló a un pequeño robot negro con forma de disco que en ese momento se estaba cargando acoplado al enchufe que había en un rincón), ¿quieres ver una serie o una película? ¿te apetece que pida una pizza?

 Me di cuenta de que, a diferencia de en las tres habitaciones anteriores, allí no había libros por ninguna parte. 

Me gustaría leer algo Le pedí a la princesa Leia.

¡Por supuesto! contestó solícito el holograma En el estante que hallarás a tu izquierda hay un pergamino electrónico; desenrróllalo y elige el libro, revista o comic que quieras leer. 

 Efectivamente, a mi izquierda había una negra balda en la pared sobre la cual descansaba un discreto pergamino enrollado que hasta ese momento había pasado desapercibido. Lo cogí sorprendiéndome por lo ligero que era y lo desplegué notando como adquiría una repentina rigidez. Automáticamente su superficie se encendió mostrándome un catálogo de temáticas a elegir:

  •  Ciencia ficción 
  •  Novela histórica 
  •  Divulgación 
  •  Cómic / Manga 
  •  Fantasía épica 
  •  Otros temas

 Aquel chisme conocía muy bien mis gustos lectores. Iba a pulsar en el apartado de ciencia ficción cuando recordé que no debía de detenerme, que tenía que seguir avanzando. El tiempo se me escapaba de entre las manos, podía sentirlo. No, no podía entretenerme leyendo, ni viendo la televisión, ni comiendo pizza, ni hablando con la princesa Leia. Enrollé el pergamino electrónico, lo devolví a la balda de donde lo había cogido y en ese momento me di cuenta de que no localizaba ninguna puerta ni ninguna otra apertura que me permitise salir de allí. Aquello me puso muy nervioso.

Por favor, necesito salir de aquí Rogué al holograma de la princesa Leia.  

Sin problema Replicó, y con un gesto de la mano hizo abrirse una compuerta que había estado hábilmente camuflada en la pared de enfrente. Más allá, el luminoso pasillo blanco volvía a desafiarme. Su visión debería de haberme aliviado, pero no fue así.

  Atravesé la compuerta sin ni siquiera despedirme del cumplidor holograma y caminé con pasos muy lentos a lo largo del corredor. Toqué sus paredes, eran lisas y cálidas, y el origen de la luz que emanaba de ellas seguía siendo un enigma. No estaba muy seguro de querer saber qué habría en la séptima habitación, pero una inexplicable inercia me empujaba a seguir moviéndome hacia la oscuridad en la que moría el pasillo. Llegué a ella y temblé al internarme en sus sombras. Y allí estaba, la luz que anunciaba la séptima habitación, solo tenía que dirigirme hacia ella como habia hecho en las otras seis ocasiones y descubrir qué sorpresa me aguardaba allí. Y eso hice.

 Y entonces vibró mi teléfono móvil bramando con la odiada música de la alarma. Alargué torpemente la mano hacia la mesilla en la que brillaba zumbando y lo apagué. Maldita sea, era martes, el peor día de la semana. Pero era mejor así, prefería haberme quedado sin saber qué había en la siguiente habitación.

 

  Escrito por Iván Escudero Barragán

 

 Nota del autor: este relato está basado en un sueño real que tuve hace muchos años, y que efectivamente quedó interrumpido en su punto álgido por la alarma del móvil. Desde entonces he pensado muchas veces en cómo habría podido seguir en caso de no haberme despertado en ese momento. Si lo desea, el lector puede escribir en los comentarios qué se imagina que podría haber en la séptima habitación.

 

 



 

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