Un mal día

 Un mal día


 
 Abres los ojos, intranquila. Has intentado dormir, pero hay algo que te lo impide y te insta a mantenerte despierta. No sabes qué es y te estrujas el cerebro para ver si, ya que parece que no te vas a dormir, por lo menos averiguas cuál es la razón. Pero es en vano. Cuando ya consigues dormir, el reloj suena. Son las siete y tienes que levantarte.
 
 Reniegas en todos los idiomas que conoces, es decir, en castellano. Te levantas y vuelves a sentarte en la cama porque acabas de descubrir que tienes las piernas dormidas. ¡Ojalá fuera solo eso lo que estuviera dormido! Así al menos serías consciente de que hoy es lunes y tienes que dejarte de gilipolleces y levantarte de una maldita vez. Por fin te levantas del todo y vas al baño a mear.
 
 Diez minutos después (qué quieres, es que estás dormida) vas a la cocina para poner el café a calentarse. Mientras, haces la cama. Cuando acabas vuelves a la cocina y echas el café ya caliente en una taza. El primer sorbo te abrasa la lengua y te la deja insensible durante un buen rato. Apuras el resto del café y te tomas un par de galletas para no irte con el estómago vacío.
 
 En ese momento despiertas del todo y descubres que aún llevas puesto el pijama. Corres hacia tu habitación tras ver el reloj y comprobar que ya deberías estar saliendo de la ducha para irte. Te vistes deprisa sin fijarte en la ropa que te pones, que si te fijaras no te pondrías ni loca (la camiseta es rosa y tú odias ese color). Vuelves a ir al baño para mear de nuevo (has ido al levantarte pero ya tienes ganas otra vez, sea por el café o por los nervios de que llegas tarde).
 
 Al fin sales de casa pero justo cuando acabas de cerrar la puerta con llave y has llamado al ascensor ves que todavía llevas puestas las zapatillas de estar por casa. Abres la puerta otra vez, te cambias de zapatillas y vuelves a salir. Cuando crees que ya has completado el cupo de un mal día descubres que el ascensor está parado en la planta baja y parece que se ha estropeado porque de ahí no se mueve. Suspiras de resignación y vas hacia las escaleras, por las que tienes que bajar los seis pisos que te separan del suelo. Al llegar abajo te das cuenta de que el ascensor sí que funciona, lo que pasa es que algún gracioso ha dejado un paquete de forma que bloquee las puertas y éstas no se puedan cerrar.
 
 Sales a la calle sin apartar el paquete de ahí y vuelves a entrar. Tendrías que haberte fijado antes, pero está lloviendo a cántaros. Vuelves al ascensor, tirando de camino el dichoso paquete con un empujón, y pulsas el botón de tu piso. Entras, coges el paraguas y vuelves a bajar. Al salir a la calle vuelves a despotricar, porque el paraguas que has cogido es el que está roto, ese que dijiste que ibas a tirar hace ya más de tres meses. Vuelves a subir porque no te apetece mojarte y esta vez te aseguras de coger un paraguas que no esté roto.
 
 Cuando sales ya no llueve.
 
 Reniegas de los dioses y con un suspiro de resignación te diriges a la parada del autobús. Justo antes de llegar a la parada ves que tu autobús se aleja de ti sin darte la oportunidad de correr para cogerlo, por lo que te toca esperar media hora más para coger el siguiente. Llega el autobús (diez minutos más tarde de lo que calculaste) y te subes. Como está lleno te toca sujetarte a la barra y esperar de pie a que no se retrase más de lo normal, ya que es habitual encontrarse con tráfico a estas horas.
 
 No tienes mucha suerte, pero habrías podido tenerla peor: solo se queda parado en un atasco durante unos tres cuartos de hora. Cuando ya por fin llegas a tu parada casi te la saltas porque no te da tiempo a bajar. Pero lo consigues (aunque se te queda el abrigo atrapado entre las puertas del vehículo y te cuesta varios metros corriendo que el conductor se de cuenta y abra las puertas).
 
 Al final llegas, después de varias horas, a tu trabajo y se te cae el alma a los pies. No es una metáfora; suele serlo, pero aquí no lo es. Se te cae literalmente el alma a los pies cuando te das cuenta de que hoy, que tanto te ha costado llegar a tu trabajo, es fiesta y no tenías que venir a trabajar.


Escrito por Aránzazu Zanón
 


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