El Policía de Samobor
El Policía de Samobor
Nota previa:
esta historia es real en todos sus detalles, sin perjuicio de lo
subjetivo de mis percepciones. Por ello el relato no resulta tan
espectacular como si me lo hubiese inventado, pero a cambio tiene el
encanto de lo auténtico.
Sucedió en la primavera de 2019, me encontraba de viaje con Fátima, mi
novia, en Croacia. Aquel día habíamos cogido un autobús desde la
capital, Zagreb, hasta un pueblecillo de las afueras llamado Samobor,
desde donde otro bus nos permitió llegar a un parque natural del mismo
nombre cuyos maravillosos parajes recorrimos agradablemente, dejando que
la solitaria paz de los bosques, las colinas y las pequeñas aldeas
limpiasen nuestras mentes del barullo y la polución de la civilización
occidental moderna.
La
combinación de rutas por la cual nos decantamos fue exigente y nos
llevó casi todo el día, así que, cuando tomamos un nuevo autobús para
regresar al pueblo de Samobor, las sombras empezaban a alargarse
peligrosamente.
Recorrimos
el citado pueblo, que tenía su propio encanto rural, y justo cuando el
sol comenzaba a ocultarse nos dirigimos a la estación para coger el
cuarto y último autobús del día, que nos devolvería a Zagreb, donde nos
hospedábamos en un coqueto hostal. Fue entonces cuando al llevar la mano
al bolsillo en el cual guardaba mi cartera descubrí que no estaba.
Busqué en todos los demás bolsillos así como en todos los recovecos de
la mochila y... nada, mi cartera no aparecía por ningún sitio; era
indiscutible que la había perdido.
Quizá el lector pueda imaginarse la magnitud de mi desesperación, pero
por si acaso se la describo. En la cartera llevaba un puñado importante
de kunas, la moneda local, y también de euros. A ello se sumaba la
pérdida de mi DNI, del carné de conducir, de mi abono transporte, de la
tarjeta de débito del banco, de la tarjeta de acceso al trabajo además
de la que uso para identificarme en mi ordenador de empresa, del carné
de estudiante del que aún seguía sacando provecho desde mis ya lejanos
tiempos de becario, sin olvidar varios tickets con cierto valor
emocional y… y mi calma, mi calma también había desaparecido.
A
Fátima le costó tranquilizarme mientras yo me tiraba de los pelos y me
revolvía desazonadamente contra lo inevitable. Valoré enormemente el
aplomo y la necesidad de actuar organizadamente que ella me transmitió.
Lo primero era bloquear la tarjeta del banco, cosa que hice. Luego,
recorrimos de nuevo los lugares del pueblo de Samobor en los que
habíamos estado, preguntando a las personas de allí. Incluso
interrumpimos una especie de acto religioso en una iglesia. No hubo
éxito. Caía la noche y nuestros móviles estaban a punto de quedarse sin
batería, así que nos apresuramos a buscar la ubicación de la comisaría
de policía de Samobor. Estaba a casi media hora andando, pero allá que
fuimos. Para aquel momento ya había asumido que no iba a recuperar la
cartera y estaba haciendo planes de contingencia. Fátima me tendría que
prestar dinero, y en lo referente a mi identificación tiraría del
pasaporte, que tenía en el hostal. Además, a la vuelta en España debería
de informar en mi trabajo de que me había quedado sin acceso a nada,
solicitar un nuevo DNI, hablar con el banco, etc, etc. Me esperaba mucho
trabajo y sentía como de un modo sencillo y trivial mis esperadas
vacaciones habían quedado arruinadas. Ni tenía ganas de ir a la
comisaría, pero Fátima insistía en que era necesario hacerlo.
La comisaría se trataba de un edificio de oficinas relativamente grande
y aislado entre un parque a un lado, y los restos de una instalación
militar machacada a balazos en el otro. En muchos lugares de Croacia aún
pueden descubrirse los restos de la guerra de independencia que
libraron contra Yugoslavia en 1992, y las ruinas de aquel complejo
militar, donde más tarde averiguaría que se había librado una
feroz batalla, eran un buen ejemplo de ello. Dentro de la comisaría nos
atendieron amablemente en un correcto inglés, tomándonos todos los
datos desde un mostrador con ventanilla. Descubrimos que una de las
pareces de la salita de recepción donde nos encontrábamos estaba
decorada con las fotografías de
dos
policías fallecidos en la guerra. Tras alrededor de unos 10 minutos de
espera un fornido policía de aspecto simpático, al que en adelante
conoceremos como el poli majo, nos condujo a una pequeña sala en donde
nos interrogó sobre lo sucedido. Tanto al poli majo como a mí nos costó
estar a la altura del perfecto inglés de Fátima, pero lo intentamos. Con
la ayuda de ella describí el orden de los acontecimientos que habían
tenido lugar aquel día, detallé el preciado contenido de la cartera y
tras ello el poli majo, que había tomado nota escrupulosamente de todo,
asintió gravemente, comentó que a él le había ocurrido lo mismo hacía un
año durante una excursión al campo, y que, si bien nunca había podido
recuperar su cartera, mis circunstancias eran un poco más favorables.
Después me explicó que si aún conservaba el pasaporte no tenía de qué
preocuparme en la frontera, guardó sus notas y prometió hacer lo que
pudiera mientras se disponía a marcharse de regreso a sus quehaceres de
policía. En ese momento un compañero suyo nos interrumpió para
informarnos de que había llamado a la estación de autobuses y allí no
sabían nada de mi cartera. Ese dato fue el que consiguió acabar con las
últimas briznas de esperanza que me quedaban, ya que una de las
hipótesis que barajábamos es que se me hubiese caído en el autobús de
regreso al pueblo, último lugar donde la había visto.
No
pude disfrutar de la vuelta a Zagreb, ya en plena noche. Fátima hizo lo
que pudo para tranquilizarme y animarme, pero mi ánimo estaba hundido. A
media mañana del día siguiente cogeríamos un Flixbus para visitar los
famosos lagos de Plitvice a unos 300 kilómetros al sur, y después de eso
pasaríamos otros varios días viajando por el país antes de regresar a
Zagreb ya en el final de nuestras vacaciones. Pensé que quizá para
entonces hubiese alguna noticia por parte del policía de Samobor, pero
realmente no lo creía.
Esa noche en Zagreb cenamos en un diminuto pero pintoresco restaurante
de corte hipster muy cerca de nuestro hostal, donde me sirvieron una
deliciosa hamburguesa que no conseguí apreciar como se merecía. De
regreso en la habitación puse a cargar el móvil, que llevaba un tiempo
apagado por falta de batería. Cuando lo hice descubrí que tenía un
whatsapp del poli majo, un correo electrónico del poli
majo
y por supuesto un par de mensajes de llamada perdida de… ¿de quién? De
mi madre. No, es broma, también eran del poli majo. Con el corazón
palpitándome fuertemente le llamé. Lo que me contó fue lo siguiente:
tenía mi cartera con todo su contenido íntegro. Resultó que el conductor
del autobús donde Fátima y yo habíamos viajado la había entregado a un
empleado de la estación al finalizar su jornada, quién había llamado a
la comisaría para avisar. Mi cartera había pasado por tres manos, puede
que por más, y nadie había tocado nada, toda una lección de ética. Eso
sí, debía de ir a recogerla antes de las 7:00, momento en que el
servicial poli majo terminaba su turno. "No me responsabilizo de lo que
le
pueda
ocurrir a tu cartera cuando yo me vaya" declaró a modo de advertencia.
Me imaginé al policía del siguiente turno, seguramente de aspecto sucio y
facineroso, perdiendo mi cartera, robándome el dinero, etc. Quizá el
poli majo le conocía y por eso me avisaba.
La
pregunta era… ¿cómo diablos iba a conseguir presentarme de vuelta en la
comisaría de Samobor antes de las 7:00? Para poner en contexto al
lector, todo esto estaba sucediendo alrededor de las doce de la noche.
Tras explorar múltiples opciones, finalmente me decidí por la vía de
actuación que procedo a narrar.
El despertador sonó a las 4:30. Sin apenas saber muy bien lo que hacía
dejé a Fátima durmiendo en la cama, me vestí como un autómata,
colocándome encima todas las prendas y complementos de abrigo que
poseía, y armándome de valor salí al oscuro y gélido exterior. Ya en la
calle me dirigí a una cercana parada de taxis en donde esperaban tres
vehículos con sus respectivos conductores. Al primer taxista con el que
probé me fue imposible despertarle, al segundo, tras tres sonoros golpes
en su ventanilla fui capaz de traerle de vuelta a la vigilia. Le
informé de la parada de autobuses a la que quería dirigirme y me llevó
allí a tal velocidad que parecía que nos estaba persiguiendo la policía.
Llegué a mi destino con el culo prieto aunque agradeciendo el hecho de
permanecer aún con vida. Pagué al temerario taxistanoctámbulo y me dispuse a esperar al primer autobús que la linea de Samobor, que salía a las 5:00.
Había
uno cada hora y no me podía arriesgar a coger el de las 6:00. Estaba
solo, lo cual me inquietaba, pero me tranquilicé cuando llegaron varias
personas más que formaron una breve cola detrás de mí. El frío era
atroz, más propio del Hades de la mitología griega que de nuestro plano
de existencia, y tenía mucho, mucho sueño. Cuando llegó el autobús el
conductor me felicitó por ser el primer pasajero del día, o al menos eso
es lo que entendí, ya que obivamente me habló en croata.
Este
era el quinto autobús en el que me subía en menos de 24 horas y aún no
he dicho nada de ellos. Eran vehículos viejos, como los que podrían
haberse visto en las ciudades españolas hace 20 años, y carecían
prácticamente de amortiguación, lo cual sumado al mal estado del asfalto
convertía los viajes en un traqueteo demencial. En semejante tartana
crucé la cruda desolación de la madrugada en un día de diario en las
afueras de Zagreb. Se trata de un evento que uno no espera vivir durante
unas vacaciones, lo cual lo convierte en una experiencia fascinante. Ni
la ciudad ni sus afueras habían empezado aún a despertarse, con lo cual
contemplé carreteras, calles y zonas verdes prácticamente fantasmales.
Todo lo que contemplaba al otro lado de la ventanilla estaba imbuido en
tintes oníricos, irreales.
Google
Maps me chivó que podía bajarme una parada antes de la estación de
Samobor para quedar más cerca de la comisaría y así lo hice. Transité un
barrio oscuro, frío y desierto hasta volver a avistar el parque, los
restos militares devastados por la guerra y, en medio, la comisaría.
Allí me recibió una versión totalmente destrozada del poli majo. Estaba
ojeroso, con la voz ronca y no le quise preguntar cuantos cafés llevaba
encima para poder seguir manteniéndose en pie. Me hizo entrega de mi
cartera con todo su contenido efectivamente intacto, lo cual le agradecí
con una efusividad que en aquel momento el hombre no estaba mentalmente
preparado para recibir. "That’s what we do" se limitó a responderme con
voz de no muerto. Así que decidí dejar que aquel pobre hombre encarase
la recta final hacia su merecido descanso a manos del relevo que le
ofrecería el poli facineroso, y me despedí de él así como de su ayudante
para salir de aquel edificio y de aquel pueblo a los cuales no creo que
regrese nunca jamás.
Eran
las 6:14 de la mañana, es una cifra que por alguna absurda razón se me
ha quedado grabada en la mente. Aferrando con fuerza la cartera emprendí
el camino hacia la estación del bus. Caminé despacio, ya no tenía prisa
ninguna y por algún absurdo motivo quería disfrutar de aquel extraño
contexto. Cuando llegué a la parada había un generoso puñado de gente
esperando, se notaba que ahora sí el país empezaba a despertarse. Otro
bus, el sexto de este relato, traqueteó de vuelta a Zagreb. La carretera
ahora estaba más llena de faros de coches y el cielo de levante
empezaba a clarear con fuerza.
Llegado
a la estación de buses de Zagreb aproveché que las líneas de tranvía
acababan de empezar a prestar servicio para subirme en uno. Siempre me
ha gustado viajar en tranvía, supongo que porque en Madrid no tenemos.
Iba bastante lleno, pero conseguí sentarme. "Así que esto es lo que se
siente al ser un trabajador madrugador en esta ciudad" recuerdo que
pensé. Coincidiendo con tal reflexión el primer rayo de sol del día
cayó sobre la calle. Iba escuchando una canción que en mi mente ha
quedado para siempre asociada a ese momento en concreto. El lector puede
buscarla a través del medio que considere oportuno y escucharla sí así
lo desea: Too Shy del grupo Kajagoogoo (Midnight Mix - 1983).
De
vuelta en la habitación del hostal, tras chequear por enésima vez en lo
que llevaba de madrugada que mi recuperada cartera seguía conmigo,
volví a la cama, consiguiendo no despertar a Fátima, que dormía
profundamente. Debían de ser las 7:30. Dos horas después sonó el
despertador. Mientras nos desperezábamos, como quién no quiere la cosa
le comenté a Fátima "no te vas a creer el extraño sueño que he
tenido esta noche".
Vivido y escrito por Iván Escudero Barragán
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