El SMS

 

 El SMS

 

 Mi teléfono móvil vibró en mi bolsillo y sin poder resistirme lo saqué y lo miré. Había recibido un SMS, pero no provenía de una administración o de mi compañía de telefonía, como es lo habitual, sino de Mr. X.  

 Había bautizado con el nombre de Mr. X al propietario del número que durante tantos años me había estado llamando insistentemente en horas aparentemente aleatorias del día. Había dado igual que cambiase de número, o que solicitase el bloqueo de Mr. X a los distintos proveedores de telefonía móvil que he ido contratando, el maldito llamante misterioso siempre se las apañaba para volver a localizarme y superar cualquier barrera que le intentase interponer. A veces simplemente me llegaban los avisos de las llamadas recibidas y perdidas en algún desolado momento de la madrugada. En no pocas ocasiones había llegado a tiempo de descolgar y oír a una lejana voz artificial declamar una cifra al otro lado de la línea, interrumpiéndose la comunicación a los pocos segundos de serme comunicado este dato.

 Al principio solo habían sido eso, números, hasta que cierto día me percaté aterrorizado de que, cada vez que acertaba a descolgar, el número que se me anunciaba era sucesivamente menor. 7.725, 5.002, 1.731, 879, 496, 163, 13... Y finalmente había llegado el momento, el 00000, que quién diablos fuese el chiflado había tenido la deferencia de transmitirme a través de un SMS a fin de que me fuese imposible ignorarlo. 

 Años de cuenta atrás habían llegado finalmente a su fin... ¿Y ahora qué? Esa pregunta, que ahora estallaba acuciantemente delante de mí, había estado flotando sobre mi vida durante demasiado tiempo. Al principio había tratado de ignorarla, de no darle ninguna importancia. Las llamadas y la voz mecánica actualizándome sobre la cuenta atrás sería cosa de algún demente persistente a la par que inofensivo, o quizá un extraño pero inocuo experimento del gobierno o incluso de una agencia privada. Pero una vocecilla disidente en mi mente me pinchaba con la inquietud de... ¿y si no? ¿y si realmente algo grave va a suceder cuando la cuenta atrás alcance el cero?

 Inevitablemente aquello se convirtió en mi obsesión. Así que, poco a poco, sin que nadie se enterase y avergonzado ante mi propia paranoia, me había estado preparando. Primero, tuve que hipotecarme para comprar un pequeño terreno a las afueras de mi ciudad. Después vino la ordalía burocrática por la que tuve que pasar a fin poder obtener la licencia de obra. Tras ello, no fue menos difícil la tarea de encontrar a la empresa adecuada que estuviese dispuesta a construir un búnquer con el tamaño y las características que yo deseaba, pero lo logré, y según el habitáculo subterráneo estuvo terminado poco a poco lo fui dotando de comida no perecedera, así como de un suministro de agua clandestino robando de un acuífero cercano. También incorporé un cuarto de baño químico en una estancia separada así como una instalación de electricidad alimentada por un generador presto a beber de muchos bidones de combustible que por supuesto adquirí, y no podían faltar libros en abundancia, un ordenador portátil con el disco duro lleno de películas, una bicicleta estática, una cama cómoda y papel higiénico, mucho papel higiénico. Si conseguí pagar todo aquello fue gracias a trabajar y estudiar sin denuedo, gracias a lo cual fui ascendido al puesto de vicedirector científico en el CSIC, con el significativo aumento de salario que ello implicó. La herencia de mis fallecidos padres también ayudó a financiar mi perturbador proyecto. Cada nuevo paso que daba en pertrechar mejor el búnquer me aliviaba un poco de la opresión del miedo, encarrilándome en una desquiciada huída hacia adelante. 

 Otro aspecto de mi vida en el que dicha infame cuenta atrás me impactó negativamente fue en el de las relaciones sociales. En el escaso tiempo libre que tenía, cuando conseguía reunir energías para sociabilizar, era reticente a consolidar lazos con las amistades que me iban surgiendo, y a pesar de que a veces tenía compañía en la cama no era capaz de embarcarme en una relación sentimental, ya que sentía que podría tener que abandonarla en la medida en que mi búnquer sólo estaba preparado para acoger a una persona (un claro reflejo de mi personalidad individualista y solitaria). 

 Según recibí el SMS de Mr. X mostrando todos esos ceros que coronaban el final de la cuenta atrás, corrí hacia mi coche y conduje rápidamente hacia el extrarradio de la ciudad, donde se ubicada mi búnquer secreto. Me sentía estúpido, pero un primitivo instinto de autoconservación y una desconcertante intuición me empujaban a ello. Justo antes de aparcar el vehículo y entrar en el búnquer lo escuché en la radio: la destrucción se abatía sobre la humanidad desde el espacio.

 

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  Han pasado 23 meses y 14 días desde que entré en el búnquer. Lo sé por mi teléfono móvil, que a pesar de no tener red, he conseguido mantener con vida gracias a un cuidadoso uso del suministro eléctrico del cual aún dispongo. Si no hubiera sido por él habría perdido la cuenta, sobre todo cuando empecé a dejar días en blanco en mi diario, enfrentado a jornadas que eran una repetición ad infinitum de la anterior. Siempre me había imaginado el apocalipsis como una elaborada coreografía de fuegos artificiales, nada más lejos de la realidad. Todo lo que llegué a escuchar en la radio antes de encerrarme fue que unas extrañas luces habían empezado a aparecer en el cielo, y que todo el que las contemplaba moría al instante. Sin explosiones, sin rayos láser, solo una exterminación rápida y silenciosa. Desde entonces no me había atrevido a salir, pero a través del periscopio, la última mejora que había conseguido añadirle al búnquer, pude observar cosas, acontecimientos que prefería no intentar interpretar. El segundo día de mi encierro vi a gente corriendo por el campo sobre el cual se halla ubicado mi búnquer. Eran dos hombres y una mujer jóvenes y temí que conocieran la existencia de mi refugio y quisieran forzar su entrada en el mismo, pero pasaron de largo. Pocas horas después, cuando volví a mirar, observé las famosas luces en el cielo. Eran amarillas y tan pronto volaban en una formación cerrada como se desperdigaban en todas direcciones para luego volver a agruparse. Mi intuición, la misma que me había llevado a construir el búnquer y a refugiarme en él, me chivaba que no eran drones ni ningún otro artefacto de manufactura humana. No volví a ver a ninguna otra persona pasar delante del periscopio, pero las luces siguieron haciendo apariciones recurrentes, tanto de día como de noche. Cuando eran nocturnas iluminaban el cielo con tanto fulgor como la luna llena, pero a pesar de constituir un espectáculo fascinantemente bello, no habría querido encontrármelas cara a cara. Pasadas tres semanas dejé de ver las luces, y entonces, perdida la única distracción externa que tenía, caí presa de la rueda de la rutina en la que estaba obligado a girar: hacer ejercicio en la bicicleta estática, comer según un estricto racionamiento, leer, escribir en mi diario, ver alguna película en el portátil, tratar de seguir los ritmos circadianos e irme a dormir a mi hora, etc. Me fijé como fecha límite para salir de allí el momento en el que se me acabase la comida o el combustible para el generador eléctrico, lo que sucediese primero. Sin embargo, hoy mi teléfono móvil ha vuelto a vibrar. A pesar de que sigue sin tener red, de alguna manera se las ha apañado para recibir un nuevo SMS en el que puede leerse: "ya puedes salir, te estamos esperando".

 

Escrito por Iván Escudero Barragán 

 

 



 

 

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