El rescate de Titania

 El rescate de Titania

Los tubos brillantes parecían pálidas luces feéricas a sus ojos. No comprendía lo que los demás hablaban a su alrededor; de hecho, era casi como si no hubiera nadie con ella. Solo tenía ojos para aquellos tubos.

Qué podrían ser y qué hacían allí era algo que la intrigaba. ¿Tal vez eran prisiones de las hadas, donde encerraban a las más díscolas o las que habían cometido alguna fechoría? Incluso le parecía oír sus agudas vocecitas aullar desde el interior de aquellos objetos, fuera pidiendo ayuda o insultando a sus carceleros era algo de lo que no podía estar segura.

Claro que también podía estar equivocada. Tal vez no se tratase de una cárcel para hadas malvadas. ¿Y si se trataba de una mazmorra para ocultar a su secuestrada reina Titania? Quizá se encontraba allí, oculta en uno de esos tubos, alejada de los suyos y en completa agonía causada por su soledad.

Ella odiaba estar sola, lo que ahora parecía su destino, y estaba segura de que a la reina Titania, Señora de las Hadas, le sucedería lo mismo.

Por muy brillante que fuera y muchos destellos de coloreadas luces que reflejara, una prisión era una prisión. ¡Tenía que liberarla!

«¡Sí!» Exclamó una vocecita en su cabeza. Debía convertir aquello en su misión. Acercarse a los tubos y después... ¿Después qué? Con un profundo suspiro le dio vueltas a la cabeza, pero no se le ocurría forma de liberarla. Tal vez si empujara los tubos estos caerían al suelo y se romperían, liberándola. Pero ¿y si se hacía daño la reina?

¿Las hadas pueden morir? Se preguntó angustiada la niña. Hacía poco que había aprendido de verdad lo que significaba aquel concepto antaño relegado a la madre de Bambi y al padre de Simba. Si un padre o una madre pueden morir, ¿por qué no va a poder hacerlo un hada, por muy mágica que sea? ¡Si hasta Campanilla estuvo a puntito de hacerlo!

Esto le hizo replantear sus opciones. Vale, quizá tirarlo al suelo sin miramientos no era viable. ¿Qué lo era?

No se le ocurría ningún modo de librar a la reina Titania de su brillante prisión, pero sí podía hacerle compañía. Hablar con ella para que no se sintiera sola y, entre las dos, urdir un plan para liberarla.

Sí, haría eso.

Se levantó decidida, con ánimo de cumplir su recién autoasignada misión, pero una mano la detuvo agarrándola firmemente del brazo y devolviéndola a su asiento.

—Qué niña —oyó murmurar a la dueña de aquella mano—. Ni siquiera en el funeral de sus padres se puede estar quieta.



Escrito por Aránzazu Zanón

Comentarios

Entradas populares de este blog

La Era de los Héroes

El discurso de investidura

Una lección de civismo