Luces en el cielo

 
Luces en el cielo


  Me obligué a seguir comiendo, no podía dejar que el peso de la pérdida me quitase el hambre, debía de tener energías si quería sobrevivir. Trinché otro pedazo de chamuscada carne con mi mellado cuchillo y me lo metí en la boca, la había dejado demasiado tiempo al fuego y era dura de masticar, pero al menos estaba buena. Energías, sí, las necesitaba para cargar con mis pertrechos y seguir caminando hacia el este. Solo sabía que debía de dirigirme hacia el amanecer, cruzando el horizonte el número suficiente de veces hasta terminar encontrándome con algún atisbo de civilización. Un asentamiento, un poblado, una inexpugnable fortaleza, con suerte incluso la avanzadilla de algún floreciente reino o república. Algo. No pedía demasiado, tan solo un lugar en el cual poder hablar tranquilamente con otras personas, colaborar con ellas y sentirme a salvo. Mientras tanto, tendría que seguir usando la ballesta y puede que también el hacha para defenderme de los ocasionales salteadores, cazar aquellas alimañas que se dejasen cazar y no quedarme quieto, nunca permanecer mucho tiempo en un solo sitio. 

 Hacía tan solo un año las cosas eran muy distintas, tanto que aquellos ya lejanos tiempos no parecían reales sino en verdad un sueño del que había tenido la mala fortuna de despertar. Con frecuencia evoco soñadoramente a Ángela, la compañera de mi oficina a la cual nunca me atreví a intentar cortejar, pero con la cual compartí cientos de cafés en la pausa del medio día, hablando casualmente de cotilleos o de la actualidad del mundo. Y luego están los recuerdos que aún me inundan de paralizante dolor; mis fallecidos padres y el hueco que dejaron en mi alma, mis desaparecidos amigos a quienes añoro, pero lo peor de todo es la muerte de Alfonso, mi mejor amigo. 

 Precisamente había sido él, Alfonso, quién nos advirtió a todos de lo que estaba sucediendo. Cuando las auroras boreales comenzaron a brillar aquella noche, Laura y yo nos pasamos por unos chinos a comprar un par de litronas y citamos a los demás en el parque del barrio para disfrutar del espectáculo. Alfonso, que era astrofísico, fue el último en llegar y lo hizo gritando. “¡Esto es malo! ¡Esto es muy malo!” no paraba de repetir. Naturalmente nos reímos de él, siempre había sido un exagerado y un alarmista. Aquellas brillantes auroras que grabábamos con nuestros móviles y compartíamos compulsivamente en nuestras redes sociales no tenían nada de amenazador, más bien al revés, eran preciosas. Se trataba de etéreas cortinas verdes y rojizas que culebreaban perezosamente en el cielo, haciéndose, deshaciéndose y mudando ocasionalmente sus colores al azul e incluso al violeta. 

 − ¡Se trata de una tormenta solar! − gritó Alfonso a pesar de nuestra indolente indiferencia − ¡La más fuerte que se ha registrado desde el evento Carrington! ¡Va a freír todas nuestras comunicaciones!

 Apenas dijo esto todos nos quedamos sin red en nuestros móviles. Luego sin cobertura, pero el pánico no cundió hasta que se apagaron todas las luces de la ciudad, algunas farolas incluso explotaron, y nuestros asustados rostros quedaron alumbrados tan solo por las fantasmagóricas auroras, que continuaban con su celestial danza totalmente indiferentes a nuestro miedo y estupefacción.

 Finalmente decidimos escuchar a Alfonso y este nos contó como a raíz de la preocupante evolución de las manchas solares del último mes algunos investigadores habían apuntado que estaba a punto de producirse una masiva y turbulenta eyección de materia coronaria, es decir, una tormenta solar. Y así había ocurrido, con la fatalidad de que todo ese chorro de partículas cargadas de destrucción había salido disparado precisamente en dirección a la Tierra, desbordando el campo magnético del planeta, provocando unas bellas auroras boreales en latitudes donde ello sería normalmente impensable y friendo casi toda la electrónica de la humanidad. Las auroras siguieron enseñoreándose en los cielos durante las siguientes semanas y la red nunca volvió, ni la cobertura, ni la electricidad tampoco.

 Fue asombroso lo rápido que colapsó la civilización, nunca sospeché que en verdad fuese algo tan frágil. Ahora me sorprende la confianza absoluta que teníamos en aquella torre de naipes susceptible de desmoronarse al primer golpe de viento, en aquel castillo de arena vulnerable a la primera ola un poco fuerte que lo alcanzase. 

 Al día siguiente de irse la luz (y con ella el agua potable, las comunicaciones, la calefacción, la posibilidad de controlar el tráfico y básicamente todo aquello que permitía que la sociedad funcionase), empezaron los saqueos, el pillaje, los incendios… al cabo de una semana ya se había normalizado el asesinato y diferentes bandas armadas luchaban unas contra otras tratando de apoderarse de los menguantes víveres e imponer su ley. Algunos decidieron encerrarse en casa acaparando todas las latas de conservas y botellas de agua posibles en espera de que el ejército o alguien restableciera el orden. Ilusos, si hubieran sabido lo poco que tardaron las fuerzas armadas en convertirse en un reino de taifas de señores de la guerra… Mi comportamiento fue sin embargo más racional. Alfonso y yo, entre cerveza y cerveza, habíamos hablado muchas veces de qué hacer en caso de apocalipsis zombi, y juntos habíamos trazado elaborados planes de contingencia a modo de divertimento: quedar en cierto lugar tras las primeras 12 horas de la crisis, participar en el saqueo de una armería cercana a nuestras casas, luego llenar la furgoneta de mi padre de víveres (obviamente sin pagar por ellos), recoger a nuestros seres queridos y huir de la ciudad hacia el pueblo de su abuela. Exactamente a las 12 horas, mientras el caos empezaba a extenderse a nuestro alrededor, en efecto me encontré con Alfonso en el lugar acordado y lo mejor que pudimos llevamos a cabo nuestro plan. Cuando llegamos a lo que quedaba de la armería no restaba demasiado por afanar; yo cogí una ballesta, un hacha de competición y también un letal cuchillo militar. Alfonso, a pesar de que solo había manejado armas de fuego en videojuegos, optó por la última pistola que quedaba junto con un poco de munición y también por un cuchillo, el suyo aún más terrible que el que había elegido yo.

 Obtener víveres fue más difícil, la situación en el supermercado se fue tanto de las manos que Alfonso tuvo que pegar varios disparos al aire, que nos dejaron a todos medio sordos, y yo propiné un sangriento hachazo en el brazo a un energúmeno que trató de lanzarse sobre mí y los alimentos que transportaba en mi carrito. Subimos a nuestros respectivos padres y a la abuela de Alfonso en la concurrida y muy cargada furgoneta, llena de abolladuras tras diversos choques con todo tipo de vehículos y objetos urbanos, pero no pudimos encontrar a todos nuestros amigos y solo uno de ellos, Julián, quiso acompañarnos, ya que sus padres vivían en otra ciudad; el resto prefirieron permanecer con sus familias, unos encerrados en casa, otros en movimiento como nosotros. Hasta aquí, las cosas fueron dentro de lo que cabe más o menos bien. Luego empezaron los desastres y las muertes en una pavorosa sucesión. Mientras intentábamos salir de la ciudad a través de una caótica carretera secundaria un coche nos golpeó violentamente. Los ocupantes del vehículo fallecieron en el acto, así como la abuela y el padre de Alfonso. Mi madre tuvo menos suerte y agonizó durante diez minutos de pura pesadilla antes de dejarnos. No sabíamos que éramos tan fuertes, así que nos sorprendió ser capaces de dejar los cuerpos de nuestros seres queridos atrás y seguir avanzando. Conseguimos llegar al pueblo de la difunta abuela de Alfonso a tiempo de ver como lo devoraba el fuego. 

 El resto de las personas que me importaban en la vida fueron cayendo en los sucesivos días. Todas y cada una de las muertes están grabadas a fuego en mi mente. La madre de Alfonso apuñalada en el cuello durante un sangriento enfrentamiento con una banda de salteadores, mi padre víctima de una septicemia una semana después de herirse accidentalmente con un cristal, Julián devorado atrozmente en vida por unos perros salvajes de los cuales Alfonso y yo conseguimos escapar in extremis. Para aquel momento ya no sentía nada, mis emociones se habían escondido tras sacos de arena y alambre de espino, anestesiadas por la adrenalina de la pura supervivencia diaria. 

 De este modo Alfonso y yo fuimos los últimos. Avanzábamos guiados por los rumores, que nos conducían a distintos reductos de civilización que de alguna manera fuimos consiguiendo alcanzar. 

 El primero al que llegamos había sido arrasado y saqueado por un señor de la guerra solo un día antes, según nos contó un superviviente al que pillamos emergiendo de una especie de refugio subterráneo. Tuvimos muchísima suerte, nos salvamos de la matanza solo por unas horas de diferencia. 

 La segunda aldea fortificada que alcanzamos, mejor armada y protegida, nos dio cobijo durante algo más de un mes. Cuando las tropas de otro señor de la guerra se aproximaron la experiencia nos aconsejó abandonarlo y seguir viajando. Nunca supimos si logró ganar o no la batalla. Y así seguimos. Ahora los rumores nos dirigían insistentemente hacia el este, donde se decía que se estaba formando una nueva nación en base a la alianza de varios asentamientos. 

 Lo que más me enfurecía era que en medio de toda aquella muerte y devastación la naturaleza seguía ofreciéndonos bellos atardeceres, olorosos campos de multicolores flores, elegantes perfiles de distantes montañas coronadas de nieve… como si con todas aquellas maravillas solo quisiese mostrarnos lo muy indiferente que era a nuestro sufrimiento. Tardamos en acostumbrarnos al cielo nocturno, libre de contaminación lumínica y tachonado de tantas estrellas que casi parecía que se iban a caer sobre nosotros. Las magníficas auroras, heraldas del fin del mundo, ya eran cosa del pasado por aquellas fechas. 

 Jamás podré perdonarle al universo el absurdo modo en el que murió Alfonso. Un rayo, le mató un rayo durante una salvaje tormenta eléctrica de la cual no nos refugiamos por el estúpido hecho de que no teníamos costumbre de hacerlo. En medio del apocalipsis, después de haber sobrevivido a todo tipo de violencia organizada o sin organizar, a perros salvajes, a enfermedades, al hambre, a la sed y a todo tipo de accidentes, fue a terminar sus días del modo más irreal e improbable. Me derrumbé por completo mientras me daba cuenta de que solo nuestra mutua compañía y amistad nos había mantenido cuerdos y en pie, pero ahora, solo, ya no había esperanza ni consuelo para mí. Durante varias horas lloré sentado al lado de su cadáver. Hacía tres días que nos habíamos quedado los dos sin comida e incluso contando con sus provisiones apenas me quedaba agua. Pensé que aquel era también mi fin, me quedaría allí, paralizado, hasta que alguien me matase, me comiese o en su defecto muriese de frío, hambre o sed. O quizá el universo fuese más benévolo y me lanzase otro mortal rayo. Pudo ser real o bien un delirio fruto del hambre y la desesperación, pero después de quedarme dormido el fantasma de Alfonso me despertó tocándome suavemente en el hombro. La aparición, perfectamente vestida y aseada, contempló con indiferencia su sucio y maltrecho cadáver, ya en pleno rigor mortis, y dirigiéndose a mí con absoluta calma y serenidad, me animó a no rendirme y a seguir adelante, hacia el este, donde me esperaba la salvación. No solo eso, sino que me proporcionó instrucciones precisas sobre cómo obtener fácilmente comida, agua y sobrevivir al desafío que aún me quedaba por superar. “No permitas que la muerte de todos nosotros haya sido en vano, sobrevive y lucha por perpetuar el futuro de nuestra especie” fueron sus últimas palabras antes de desvanecerse. Cuando volví en mí las energías habían retornado súbitamente a mi cuerpo y a mi mente; tocaba seguir luchando. Así que ahora, mientras me obligo a masticar y deglutir la demasiado cocinada carne del cadáver de Alfonso, sé que por mucho dolor que sienta no me voy a rendir, cumpliré con su deseo y sobreviviré.


Escrito por Iván Escudero






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