El perro, el ganso y el asteroide

 El perro, el ganso y el asteroide

Había una vez un perro, un ganso y un asteroide llamado Agapito. El perro vivía en la calle, el ganso en una granja y el asteroide se acercaba a la Tierra a gran velocidad.


En una mañana fría y gris pero sin lluvia el perro vagabundeaba por la calle. Aún era temprano para que las calles se llenaran de bípedos con prisas y perros amaestrados. Era su hora favorita para pasear pensando en sus cosas sin que le interrumpieran. En cambio, no era una buena hora para comer, ya que los basureros se habían llevado ya los restos del día anterior y aún no se habían generado otros nuevos. Pero no se puede tener todo lo que se quiere al mismo tiempo. Ya vendría la hora de comer, que ahora era la hora de reflexionar sin interrupciones.

En general el perro se sentía satisfecho con su vida. Solo tenía que respetar unas reglas básicas para que los bípedos no le encerraran ni le domesticaran (no sabía cuál de esas dos opciones le gustaba menos, pero estaba decidido a no averiguarlo). El resto del tiempo podía dedicarlo a lo que le apeteciera. Como en filosofar sobre la necesidad de que la noche y el día se sucedan del modo en que lo hacen.

En esas estaba cuando vio una bola de fuego atravesar el firmamento. Sin otra cosa más que hacer, decidió investigarlo.


En una tranquila granja a las afueras de la ciudad vivía apaciblemente el ganso. Aún era temprano para que le trajeran de comer, pero los rebuznos del asno le habían despertado.

El ganso vivía en un corral resguardado del viento que compartía con unas patas. Era un corral abierto al exterior, por lo que si quería podía salir cuando quisiera a estirar las patas y dar un paseo por los terrenos de la granja.

La vida del ganso era muy tranquila y por lo general seguía unas normas muy claras. Las horas de las comidas eran sagradas, y siempre se encontraba preparado para recibir alimento en la zona del corral destinada para ello. El resto del tiempo lo pasaba dormitando o paseando. No tenía grandes preocupaciones, y podía tener la mente en blanco durante largos periodos de tiempo. Para él, la vida era perfecta.

Como los rebuznos le despertaron salió al exterior para calcular cuánto tiempo podía quedar hasta el desayuno. De improviso, vio cruzar lo que parecía una pelota en llamas por el cielo.

Echando un nuevo vistazo al cielo vio que aún quedaba tiempo para la próxima ceba. Sin otra cosa más que hacer, volvió al interior del corral para echarse una siesta hasta entonces.


Agapito no era un meteorito feliz. Su vida estaba llena de peligros, firmemente controlada por las leyes de la física. Había nacido en una colisión, y vagaba por el espacio al encuentro de la colisión que, muy probablemente, acabara con su existencia.

Agapito tenía una vida solitaria en el espacio, y no podía hacer otra cosa más que pensar. Básicamente, dedicaba todo su tiempo a realizar cálculos. Calculaba la distancia a la que se encontraban los demás astros en cada momento, la velocidad y la dirección de su propia trayectoria, las fuerzas (gravedad y otras) que serían precisas para desviarle de la misma. Las probabilidades de perecer según colisionara con otro meteoro de pequeño tamaño o con un gran gigante gaseoso.

Sin darse cuenta, Agapito había entrado en un nuevo sistema solar, con varios planetas gigantes gaseosos y otros rocosos de menor tamaño. Alarmado, se dio cuenta de que el momento de la colisión estaba próximo. Pronto su trayectoria le pondría en la misma posición que el tercer planeta contando desde el sol.

Resignado, Agapito comenzó a calcular sus opciones de sobrevivir a un contacto semejante.

Sin otra cosa más que hacer, Agapito se convirtió en una bola de fuego al entrar en contacto con la atmósfera del planeta.


El perro sintió bajo sus patas el impacto de aquello contra el suelo. Intrigado, recorrió el espacio que le separaba del agujero en la tierra que acababa de formarse. Una vez lo tuvo a la vista se acercó con precaución.

Frente a él vio un no muy profundo hoyo con lo que parecía un huevo sucio en su centro. ¿Qué podía significar aquello? ¿Cómo podía caer un huevo del cielo? ¿De quién sería?

Con precaución, el perro decidió acercarse al huevo mientras seguía planteándose su existencia. Sin llegar a tocarlo analizó su color y tamaño. No era ningún experto en huevos, desde luego, pero aquello le parecía sin duda un huevo de ganso. ¿Qué haría un huevo de ganso cayendo del cielo? ¿Tal vez una bandada de gansos pasaba por ahí y se les cayó el huevo?

Había algo en aquella teoría que no terminaba de convencer al perro. Pero como era tan experto en gansos como lo era en huevos, decidió dejarla apartada por el momento. Después de todo, los gansos y demás especies voladoras migratorias eran para echarles de comer aparte. ¡Qué gentes más extrañas eran!

El perro se aproximó un poco más y, aún sin tocarlo, notó cómo el huevo exudaba calor. Tanto, que hasta podía ver el vapor que se formaba en contraste con el frescor de aquella mañana.

«Decididamente —se dijo el perro—, una gansa fuera de sus cabales se ha liado a volar y ha tenido un huevo. Tanto calor llevaba dentro que en la oscuridad me parecía rodeado de fuego. Y tan loca estaba la gansa, como todos los de su clase, que ni siquiera se ha dado cuenta de que perdía un huevo, por lo que ahora estará más allá del horizonte. ¡Pobre huevo, abandonado a su suerte por la locura de viajar!».

Tentativamente, el perro tocó al fin el dichoso huevo. Aún seguía caliente, y una cosa que sí sabía el perro es que no debía dejar que se enfriara. Recordando que cerca había una granja decidió dirigirse hacia allí.

Se escondió en un rincón hasta que estuvo seguro de que los dos piernas no les molestarían y entró en el corral de la granja. Le costó un poco convencer a las patas de que no había robado el huevo para comérselo (es difícil explicarte cuando te asedian con fuertes picos). Una vez les pidió ayuda ellas respondieron que no podían hacerse cargo del huevo, aunque les gustaría, porque los dos piernas siempre revisaban si habían puesto algún huevo para quitárselo.

El perro se volvió hacia el ganso, sabiendo que a él no le revisarían al ser un macho. Tan solitario se sentía a veces el ganso que no necesitó mucha persuasión para convencerle.

Y así fue cómo Agapito encontró un hogar donde descansar después de su última colisión.



Escrito por Aránzazu Zanón

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