El primer día

 El primer día

Como cada día, sonó el despertador que indicaba el inicio de la rutina. No se trataba de un día cualquiera. Aquella jornada era muy especial y daría comienzo a un cambio en nuestras costumbres , especialmente para uno de nosotros.

Era el primer día de colegio de nuestro hijo.

Tras refrescarme en el cuarto de baño, fui a su habitación. Ya estaba despierto y, sentado en la cama, esperaba el momento de levantarse. Como cada vez que ocurría un evento importante en su vida, la impaciencia había hecho que se despertara muy temprano. Por eso la noche anterior le dijimos que ni se le ocurriera moverse hasta que sonara el despertador.

Nada más verme aparecer, saltó al suelo y, sin apenas detenerse a saludar, me arrastró hasta el armario para que lo ayudara a vestirse. Una vez aquí, comenzó una lucha de voluntades, ya que quería salir a la calle con una capa de Supermán, mientras que yo quería que se pusiera algo más discreto. Al final, le sugerí que se pusiera la camiseta de Supermán en lugar de la capa. Tras meditarlo un momento, aceptó y por fin pudimos pasar al baño.

Ya vestidos y aseados entramos en la cocina, donde nos esperaba un magnífico y nutritivo desayuno recién preparado. Después de despedirnos de JJ (que entraba a trabajar más temprano desde que habíamos dejado la jornada reducida), nos lanzamos vorazmente al ataque.

Al terminar, recogimos la mesa y regresamos a la habitación. Una vez allí, pese a que el día anterior ya lo habíamos repasado varias veces, quiso comprobar que tenía todo lo necesario en su mochila. Cuando se quedó satisfecho cerramos la cremallera, nos pusimos las chaquetas y salimos a la calle en dirección al nuevo colegio.

Tan excitado estaba nuestro hijo que no paró de hablar y hablar a lo largo de todo el camino, como también había hecho los días anteriores, hasta que, al doblar la esquina, nos encontramos de frente con el colegio. Entonces, como una pila que pierde toda su energía, dejó una frase a medias, los ojos se mantuvieron fijos en la entrada y todo su cuerpo se inmovilizó. Lo miré con cierta preocupación, intentando adivinar los pensamientos que cruzarían su cabeza en ese momento, pero dándole tiempo para que encontrara la forma de expresarlos.

—¿Y si no les gusto? —susurró en un tono tan bajo que apenas fui capaz de escucharlo.

Con los preparativos, nuestro hijo había olvidado su mayor temor. Ahora, como un semáforo que cambia de color en el momento más inoportuno, todas sus dudas y miedos le volvieron de golpe.

«¿Y si no les gusto?».

Nuestro hijo se sabía diferente a los demás, aunque no hubiera tenido muchos contactos desafortunados en su corta edad. La televisión, los vecinos e incluso los libros y películas infantiles nos predisponen a considerar que existe algo llamado normalidad. Que hay una serie de normas y preceptos que, de no cumplirlos, nos convierten automáticamente en parias, en seres incompletos con alguna tara que nos impide relacionarnos correctamente con el conjunto de la sociedad.

Puedo entender que en grupos sociales más primitivos que el nuestro, esta clasificación fuera necesaria para preservar el bienestar colectivo de cara a la supervivencia. Puede tener sentido que una sociedad nómada dedicada a la caza tratara de lastres a aquellos incapaces de seguir el ritmo. Y que en otros grupos de hace miles de años fuera imperativo contribuir a la supervivencia llevando a cabo tareas muy concretas que, de no cumplirse adecuadamente, pusieran en peligro la pervivencia de todos y cada uno de los miembros de la tribu.

Pero en nuestra sociedad actual, tan (en teoría) avanzada como es, existen infinitas formas en que los individuos pueden contribuir a su desarrollo y evolución. En una sociedad tan heterogénea no deberían existir discriminaciones, menos aún entre (o hacia) individuos que aún no han tenido la oportunidad de descubrir su potencial.

¿Cómo debía responderle? ¿Qué podía decirle a nuestro hijo? Era solo un niño pequeño que se veía obligado a enfrentarse a la posibilidad de ser discriminado, de que el resto de niños lo apartara por el mero hecho de haber nacido diferente.

Al final no necesité responderle, al menos no en aquella ocasión. Mientras aún meditaba cuál debía ser mi respuesta, oímos una voz gritando su nombre. De entre la multitud que comenzaba a formarse en la puerta del colegio, salió una niña a quien conocíamos del parque y de la que se había hecho inseparable. Lo vi olvidarse de sus miedos y, mientras charlaba animadamente con la niña, descubrí con deleite que estarían en la misma clase.

Cuando sonó el timbre, salió al patio un grupo de profesores que les hizo despedirse de nosotros y formar filas para dirigirse a clase. Unos días antes ya nos habíamos reunido con su tutor, que nos explicó que los padres solo les íbamos a acompañar hasta el patio y, desde ahí, se ocuparían ellos. Nos despedimos con un rápido abrazo, enseguida regresó a la fila y reanudó su conversación como si yo ya me hubiera ido. Sonó otra vez el timbre y los profesores fueron guiando a los niños por turnos hasta el interior del edificio.

Me habría quedado allí plantada toda la mañana, pero un bedel nos indicó amablemente que teníamos que abandonar el lugar para que él pudiera cerrar las puertas con llave. Lentamente, volví a la calle y me marché al trabajo.

Aquel día me resultó muy difícil concentrarme.

Llegué a mi hora a la oficina, aunque por los pelos, e intenté actuar como cualquier otro día. Sin embargo, mi mente no hacía más que volar hacia mi hijo. Imaginaba mil y una situaciones que podría estar viviendo en el colegio, buenas y malas por igual, sin conseguir concentrarme en nada. Tuve que reescribir por completo un informe al darme cuenta, justo cuando estaba a punto de enviarlo a mi jefe, de la sarta de tonterías que había plasmado en él. La jornada se me hizo eterna, pero al final llegaron las cinco y pude volver a casa, sin saber lo que me iba a encontrar.


Abrí con llave la puerta y saludé al aire, preguntándome dónde estarían. JJ me llamó desde el salón, aunque antes de alcanzarlo vi cómo un torbellino se abalanzaba sobre mí para abrazarme con manos pringosas. Cuando nos separamos, volvió corriendo al salón para terminar su merienda, a donde le seguí con paso más relajado mientras comprobaba si me había manchado la blusa. Saludé con un beso a JJ y le pregunté nerviosa cómo había ido todo, pero me dijo que no sabía nada. Al parecer, nuestro hijo no había querido contar nada de su primer día hasta que yo llegara, para «no repetirse».

Aparenté calma, aunque no la sentía, y me dejé caer en una de las butacas del salón a esperar. Estaba intranquila, pero me esforcé por no reanudar mi antigua costumbre de morderme las uñas, que tan nerviosa ponía a JJ. Observé a nuestro hijo mientras terminaba la merienda, tratando de adivinar lo que nos contaría del colegio.

Una vez terminó de merendar, con desparpajo y tratando de aparentar seriedad, se sentó muy derecho y después de mirarme unos segundos centró su atención en JJ.

—¿Me repites la pregunta? —le pidió, con una sonrisa mal disimulada.

En ese momento, sentí que todos mis músculos se relajaban. Fuera lo que fuese lo que nos iba a contar, en vista de su actitud, era bueno. Nuestros peores temores no se habían cumplido.

Mi primer análisis había resultado acertado. Según iba desgranando todos los acontecimientos del día (a su manera dulce y enloquecedora) pudimos ver cómo sus miedos no se habían hecho realidad.

Nos habló de su profesor y de cómo les había hecho algunas preguntas por turnos para que comenzaran a conocerse. Les preguntó por sus nombres y sobre sus animales favoritos. Después les había dividido por grupos para que se conocieran mejor, debían contar alguna anécdota divertida con su familia mientras hacían un dibujo de un animal. Él se había sentado en una mesa con Miriam, la niña del parque, y otros dos chicos. Uno de ellos le preguntó por qué estaba dibujando a dos chicas con un tigre y él le explicó que estaba dibujando el día que fue al zoo con sus dos mamás. La idea les gustó a los otros niños, así que todos dibujaron a sus familias con los animales que habían elegido. También nos contó que, cuando habían terminado sus dibujos, el profesor les había ayudado a escribir su nombre en ellos para colgarlos luego en la pared. Siguió relatándonos con detalle su día, incluyendo la clase de gimnasia donde al principio le dejaron esperar sentado cuando no pudo hacer lo que pidió el profesor por culpa de su pierna protésica. Pero nos dijo que entonces los otros niños le tuvieron envidia y también se quisieron sentar, así que el profesor se inventó una variación del juego para que todos pudieran jugar de la misma forma. Estuvieron jugando hasta llegar al momento en que sonó el timbre anunciando la vuelta a casa y, aunque al principio no quería marcharse porque se estaba divirtiendo mucho, al ver a JJ se alegró tanto que se despidió rápido de sus nuevos amigos.

Decididamente, aquella fue una jornada muy especial


Escrito por Aránzazu Zanón

Versión del relato actualizada tras su publicación en la revista Invernasímil (nº1, Comienzos), el 6 de enero de 2023 [Más información sobre esta revista disponible en https://www.erebyel.es/invernasimil/]

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