Al amparo de las sombras

 

Al amparo de las sombras

 

 Si hay algo que siempre he valorado de mi trabajo, es la soledad y la tranquilidad. No comprendo como hay gente que puede sobrevivir en bulliciosas oficinas con un jefe exigiéndote un abultado informe para el día siguiente, o trabajando en atención al público, donde el cliente siempre tiene la razón por muy imbécil que sea. En cambio, yo me organizo como quiero y me muevo a través de la quietud de la noche. Cuando caen las sombras, todo se atenúa y ralentiza, nos sumergimos en otra realidad, en un mundo en el cual las sutilezas y los matices cobran protagonismo, donde puedes moverte más despacio para llegar al mismo sitio. Al amparo de la oscuridad hay tiempo de pensar, de saborear los deliciosos pequeños detalles de la vida.

 Al contrario de lo que sucede en otros trabajos, mi éxito depende de que nadie se fije en lo que hago, de ser completamente invisible. Mi pico de actividad suele estar entre las 3 y las 6 de la madrugada, las horas en las cuales si estás en tu casa duermes profundamente, y si estás fuera, no regresarás antes de que empiece a anunciarse el amanecer en el horizonte. Aún así, nunca me puedo confiar, ya que las mascotas y los niños muy pequeños siguen sus propias reglas. A lo largo de los años he llegado a desarrollar una suerte de sexto sentido que me avisa de cuando he caído bajo el radar de alguien, sea humano, animal, o una mezcla de ambos.

 Es jueves por la noche, son las 5:20 e introduzco lentamente la ganzúa en la cerradura del siguiente apartamento en el cual debo de cumplir con mi labor. Mientras lo hago, pego la oreja a la fría madera de la puerta y, por encima del leve rumor de una televisión que reverbera desde la otra punta de aquella planta, escucho el inconfundible sonido de unas patas correteando por un pasillo alfombrado. Hay perro, debo de marcar dicho apartamento en cuarentena e ir a la siguiente puerta, en la cual repito el mismo proceso casi sin pensar, con la automatización de quién ha realizado la misma secuencia de acciones una infinidad de veces. Esta vez la única señal de vida que escucho son unos aparatosos ronquidos. Es buena señal, ronquidos como esos son indicio de sueño profundo. La cerradura se me resiste más de lo normal, pero finalmente se doblega ante mi ganzúa y abro muy despacio la puerta. Me tomo mi tiempo, en ocasiones es necesario demorarse hasta diez minutos antes de conseguir incursionar en una casa minimizando al máximo el ruido, por fortuna en este caso, gracias a los ronquidos, solo debo de gastar un par de minutos. Una vez dentro inspecciono rápidamente el terreno. Ya conozco la distribución de la vivienda, puesto que es la misma que la de los niveles superiores; eso es lo bueno de los bloques de apartamentos, que la variabilidad es limitada. Un pasillo se despliega a la derecha de la entrada tras un diminuto recibidor. En el lado izquierdo, primero hay una escueta cocina y después un todavía más escueto cuarto de baño. Por su parte, en el lado derecho se abren dos habitaciones, la primera, diminuta, hace espacio para la segunda, un poco más holgada. Y al final del pasillo está el salón, que es de donde provienen los ronquidos. Mientras voy echando mano de mi pequeña pero bien equipada bolsa de herramientas, decido empezar precisamente por el salón. Allí, en un viejo sofá, un hombre barbudo, de prominente barriga y vestido con sucia y desgastada ropa interior duerme sosteniendo una lata de cerveza en la mano. Sobre la mesa que tiene delante aún queda un trozo de la pizza que fue su cena y que regó con otras dos latas de cerveza que yacen aplastadas y vacías. No me gustaría estar en su pellejo cuando le suene el despertador, y si no suena ninguno, menos aún. Intentando no distraerme con este tipo de pensamientos, hago una valoración de los electrodomésticos que veo a mi alrededor. La televisión es de un modelo relativamente nuevo, así que la excluyo como objetivo. Lo que sí me llama la atención es una minicadena a la que le calculo una antigüedad de entre tres o cuatro años. Silenciosamente la desmonto, rompo los componentes adecuados y vuelvo a recomponer el aparato. Hago lo mismo con los auriculares inalámbricos que encuentro en el desorganizado dormitorio y ahí debo de detenerme. Las normas son importantes en mi trabajo, y estas dictaminan que no puedo sabotear más de tres dispositivos por casa, siempre fuera de garantía, nunca más de uno crítico por vez, y todo ello teniendo en cuenta la situación socioeconomómica que me encuentre. Algunas viviendas presentan un panorama tan lamentable que me impide actuar. En otras puedo apurar los límites. Aquella se encuentra en una situación intermedia, puede que el borracho gordo esté en el paro, lo cual me obliga a moderarme. En la cocina el microondas me hace dudar, pero finalmente opto por indultarlo.  Llegado a este punto, decido que, dado el equipamiento del que dispone la casa y la situación de su habitante, la minicadena y los auriculares es un resultado óptimo. Además, se acercan las seis de la mañana, una hora peligrosa a la que ciertas personas empiezan a despertarse.

 Hago balance de la noche: he averiado dos televisiones, un horno, tres portátiles, una tablet, un lavavajillas, una minicadena y unos auriculares inalámbricos. Son buenos números con los cuales puedo dar por concluida la jornada. Al llegar a casa enviaré mi informe y me echaré a dormir unas horas.

 Al principio me sentía culpable al hacer lo que hago, pero con el paso del tiempo he ido tomando consciencia de lo muy necesario que es mi trabajo. La obsolescencia programada no es suficiente, se necesita a gente como yo para que la industria siga teniendo trabajo y la rueda del consumismo pueda seguir girando. De lo contrario, nuestra economía se iría al traste y no podríamos seguir disfrutando del estilo de vida del primer mundo que tanto nos gusta. Además, puedo contemplar un aspecto de la realidad que está vedado para el resto del mundo, puedo pasearme a lo largo de la noche como una mezcla de fantasma, espía, saboteador, y porque no decirlo, voyeur. Mis amigos y mi pareja creen que soy vigilante de seguridad, y así debe de seguir siendo. Naturalmente hay otros como yo, aunque debido a cuestiones de seguridad no nos conocemos, y nuestros jefes se cuidan mucho de que nunca coincidamos en la misma zona. Y sin embargo sabemos identificar el rastro que dejamos. Cuando el otro día mi novia se quejó de que el tostador no funcionaba, me preguntó enfadada porqué sonreía de aquella manera.  

 

Escrito por Iván Escudero Barragán

 

 


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