Un día normal en la biblioteca

Un día normal en la biblioteca

La mañana había comenzado despejada, como los días anteriores. Sin embargo, poco a poco habían ido apareciendo nubes, de tal manera que a mediodía el cielo estaba ya prácticamente cubierto. Espero no haber dejado la ventana del salón abierta, se dijo María, pensando en el desastre que se podía desencadenar si empezaba a llover y, a través de la ventana, la lluvia mojaba sus preciados libros. Resopló negando con la cabeza, divertida consigo misma. Ella, que añoraba la lluvia, preocupada por la posibilidad de que cayeran cuatro gotas en aquel erial que era Orense.
Oyó un ruido cerca, y su atención volvió a lo que estaba haciendo momentos antes: corregir los datos de un libro en el catálogo de la biblioteca. Aquel registro estaba tan mal hecho que sonaría inverosímil si le contaba la historia a alguien. Para empezar, estaba marcado como ocultismo cuando su temática era de humor fantástico, lo que demostraba que quien hubiera escrito aquello no se había leído la trasera del libro. El tejuelo, ese papelito en el lomo que identifica el libro y cómo debería colocarse en la estantería, lo clasificaba como un manual de referencia, cuando se trataba de una novela. Además de estar puesto al revés y torcido. Y ya si entrabas en el registro en sí... El depósito legar marcado como ISBN, el ISBN como editorial y la editorial brillando por su ausencia. Título y autor en la misma línea, mezclados (Terry Brujerías Pratchett). Un completo desastre. Ah, y además ponía que se trataba de una publicación de 1900, pese a que el copyright databa de 1988.
Un auténtico desastre y una tortura enderezar aquel absurdo galimatías. Pero María era por lo general una persona paciente, por mucho que a veces tuviera ganas de asesinar a sus compañeras. Así que se dedicó a la tarea en cuerpo y alma, tratando de no soltar maldiciones cada vez que localizaba un nuevo despropósito. Cuando hubo finalizado y tras pegar cuidadosamente un nuevo y correcto tejuelo en el lomo del libro, se levantó de su asiento con el ánimo de colocarlo en el lugar que le correspondía.
Ya solo salir de su sección, apartada del acceso del público por un pasillo y una endeble puerta, se tornó en una tarea compleja. Además de eludir los obstáculos habituales (mesas, sillas y demás mobiliario de oficina), tuvo que soportar la charla (quejas) de una de sus compañeras que la interceptó al salir. Principalmente quejas hacia los becarios, que le habían dado mucho trabajo al animar a los niños de las visitas guiadas a hacerse el carné de la biblioteca. Tras diez minutos de tortura logró salir al área central de la biblioteca, sintiéndose durante unos momentos aturdida y sin recordar a dónde se dirigía.
Mirando el libro que sostenía apretado en su mano recordó su propósito e inició la marcha hacia la sección de juvenil.
No hubo avanzado ni diez pasos cuando se tropezó con un estudiante colocando unas velas contra la pared alrededor de uno de los libros de referencia en peor estado de cuantos tenían en la biblioteca. Tras pegarle cuatro gritos cuando le vio sacar un mechero del bolsillo, logró serenarse lo suficiente como para preguntarle qué estaba haciendo (no sin antes liberar al libro de la cercanía del peligro). El estudiante, solo parcialmente avergonzado, y a las claras por el hecho de que le hubieran pillado y no por sus actos, confesó. Al parecer se estaba haciendo viral en las redes la historia de un chico que, sin haber estudiado para un examen, el día antes de examinarse puso velas alrededor del libro de clase y se encomendó a San Judas Tadeo. Y al día siguiente aprobó con nota.
Haciendo gala de su aún no agotada reserva de paciencia, María hizo un gesto a los becarios que se habían acercado, curiosos, al oír los gritos. Con voz templada les indicó que acompañaran al transgresor al mostrador para tomarle los datos y prohibirle al entrada en la biblioteca, y que después guardaran el libro en su lugar.
Con esto dio media vuelta esperando ser obedecida por todas las partes, habiendo traspasado el libro a uno de los asustadizos becarios al pasar un lado.
Tras renegar un poco más por la estupidez humana, y ponderando si debía ponerle un altar ella misma al patrón de las causas perdidas para que le librara de semejante compañía, vio sobre una mesa algo que le hizo detenerse de nuevo. En un rincón, medio oculto por montañas de apuntes y libros, había un teléfono. Pero no un móvil, algo indispensable sin duda para mantenerse centrado en los estudios y evitar distracciones. Se trataba de un modelo más antiguo, de sobremesa, con la rueda para marcar los números. Se acercó con curiosidad a la mesa, cuyo ocupante se había alejado tal vez a la busca de un nuevo libro que añadir al montón. En una de las hojas sueltas vio lo que parecía el título de un trabajo: "Historia de la telefonía desde sus inicios".
Preguntándose de dónde habría salido ese teléfono, María prosiguió su camino ya más relajada.
Cuando por fin llegó a la sección de juvenil, vio que el suelo estaba plagado de pinturas. Evitando pisarlas localizó enseguida a uno de los becarios más imaginativos que, arrodillado en el suelo, trataba de devolver todas las pinturas a la caja de la que habían caído.
Tras un instante de duda María se apiadó de él y se dispuso a ayudarle, preguntándole en el proceso qué había ocurrido. A lo que él respondió que un asesino prófugo le había puesto la zancadilla. Al ver la cara que se le había quedado a María por tan inusitada confesión, soltó una carcajada y le enseñó el libro con el que había tropezado. "Rant, historia de un asesino", claramente desubicado si su tejuelo era correcto. Y puesto que María recordaba haber discutido meses atrás sobre la conveniencia de ubicar el libro en juvenil o adulto, sabía que realmente no pertenecía a esa sección.
Una vez recogieron todas las pinturas, que el becario llevaba a la sección infantil para un taller donde los niños ilustrarían sus libros favoritos. María pudo al fin colocar el libro en su estantería y regresar, esta vez sin más incidentes, a la relativa calma de su sección.
Aún le quedaban cuatro horas por delante antes de poder regresar a su casa.

Escrito por Aránzazu Zanón



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