El entomólogo

 El entomólogo

De la boca entreabierta salió una mosca, y tras ella otra más. Se persiguieron durante un rato mientras volaban alrededor de la cara del finado. Durante un momento una de ellas se posó sobre la nariz, pero enseguida echó de nuevo a volar al acercársele la otra. Finalmente se alejaron del muerto, en busca quizá de un lugar más tranquilo. Porque el cuerpo, el cadáver del que tan graciosamente habían salido, se había convertido en un hervidero de bichos, un lugar superpoblado donde había tal variedad de especies que haría sentirse en la gloria a un entomólogo.

Irónicamente, se trataba precisamente del cuerpo de un entomólogo. Aunque harían falta muchos especialistas, tiempo y las técnicas más avanzadas de la ciencia forense para devolverle su identidad. Por el momento no era más que otro fiambre que había aparecido de la nada en la ciudad, como venía sucediendo desde hacía ya dos meses. Al morir cada noche aparecía un nuevo cuerpo, difícilmente reconocible como perteneciente al género humano, sin rastros detectables que guiaran a los investigadores hacia su asesino o, en su caso, asesinos. Porque burlar de aquella manera la vigilancia de la ciudad, cuyos habitantes temían ya la llegada de la aurora por no descubrir que el nuevo cadáver era el de un amigo o un familiar, tenía por fuerza que ser producto de la colaboración entre dos o más individuos.

Todo el mundo estaba asombrado. ¿Cómo burlaban a las cámaras y policías apostados cada noche por doquier, estratégicamente, para cubrir el mayor terreno posible? Todas las calles, plazas y plazoletas tenían algún tipo de vigilancia oficial, además de la extraoficial. Porque la ciudad estaba también plagada de conspiranoicos, investigadores privados, periodistas, escritorcillos de blogs de segunda fila y toda aquella gente que se aproxima morbosamente a un misterio de este calibre como polillas a la luz o moscas a la mierda.

Y aun así seguían apareciendo los cadáveres.

La respuesta se hallaba en lo más profundo de la ciudad, en lo que muchos consideraban su corazón: las cloacas. Y es que, pese a la ingente cantidad de cerebros trabajando incansablemente para resolver aquel misterio, a nadie se le había ocurrido investigar la red de alcantarillado. Y es ahí donde podrían hallar la respuesta a todas sus preguntas. Solo aquellos que se veían obligados a trabajar en lo más hondo sabían que algo se escondía en las sombras. Pero callaban, conocedores de que los habitantes de la superficie los tomarían por locos si decían algo.

Solo a cierto entomólogo se le había ocurrido investigar ahí abajo, pagándolo con su propia vida.

Originalmente llamado Andrés Devesa Calabuig, pero más conocido desde su tierna infancia como "el loco de los bichos", se trataba de un hombre inquisitivo de pensamiento ajeno a lo corriente. Tal vez eso provocara que se le ocurriera a él y solo a él la idea de decender al laberinto de tuberías sobre el que se edificaba la ciudad. Lo cual fue su perdición.

Y todo por seguir a un bicho.

Andrés había notado algo raro en los bichos de las diferentes escenas del crimen. Además de entomólogo era asiduo lector de revistas y blogs de crímenes y asesinatos, interesándose especialmente en aquellos casos en que se tardó en descubrir el cadáver y para entonces ya estaba cubierto de bichos. Que era lo que sucedía cada noche desde hacía dos meses y sin que nadie hallara una explicación. Fue a través de las fotos de estos blogs como descubrió que entre los diferentes insectos y arácnidos que poblaban los cuerpos había siempre una especie sin identificar. Se parecía a muchas especies exóticas de las que había oído hablar, pero no encajaba por completo con ninguna de ellas. Estos ejemplos aparecían siempre de la misma forma en las fotografías: alrededor de lo que habría sido la oreja derecha del cuerpo, responsables al parecer de haberla hecho desaparecer. Pero lo que nadie más que él pareció observar era que su rastro parecía provenir del interior del oído, y de hecho era como si hubieran agrandado el hueco desde dentro a mordiscos. No como el resto de daños causados por los demás bichos, que eran todos de fuera hacia dentro.

Cómo derivó ese descubrimiento en la certeza de que hallaría la respuesta en las cloacas era algo que ni él terminaba de entender. De cualquier modo acudió al encuentro con lo desconocido armado con varios botes de muestras, una linterna y unas botas de agua. Sin saber que aquella serían sus últimas horas de vida, y sin haberle dicho a nadie a dónde se dirigía, se adentró en aquellos túneles que en momentos parecían grandes pasadizos y otras veces estrechas tuberías.

Pronto se encontró con más cadáveres. Si bien en la superficie lo que encontraban eran todos seres humanos, aquí abajo había un buen número de criaturas de todo tamaño y condición, y en estadios mucho más avanzados en descomposición. AL principio solo eran ratas y otros pequeños roedores, pero luego vio gatos, perros con collar e incluso una serpiente pitón cuya desaparición recordaba haber leído en el periódico, y cuyo dueño apareció muerto un par de días después. En todos ellos podían imaginarse las muecas de horror que debieron mostrar cuando notaron que aquello les devoraba por dentro. Pues todos ellos habían padecido la misma suerte que los muertos de arriba. Todos tenían los oídos derechos reventados desde el interior.

Andrés no entendía qué extraña fuerza le impelía a continuar. Sentía como si se hallara en una especie de trance hipnótico. No había sacado ni uno solo de los tubos de muestras que portaba, ni siquiera había pensado en hacerlo. Solo era capaz de seguir adelante, sin descanso, internándose cada vez más en aquella aparentemente eterna red de túneles. Hasta que, simplemente, dejó de caminar. Sin poder moverse, sintió cómo algo le caía en la espalda y recorría su cuerpo hasta alcanzar su oído derecho. Solo cuando sintió una especie de aguijón, o de lengua, introducirse en su oído recuperó el control de su cuerpo. Primero gritó y luego echó a correr, pero sabía que sería inútil.

Fue entonces cuando entendió el misterio, el gran peligro al que se enfrentaban todos. Había algo en las cloacas, algo capaz de atraer a sus víctimas (alguien buscando a una mascota perdida, un entomólogo sin miedo al peligro), y que les inyectaba con los huevos de sus descendientes. Estos eclosionaban muy pronto, poco después de que la víctima hubiera logrado abandonar el escondite de su verdugo, y se abrían paso hacia el exterior a través de su oído interno. El dolor y las sustancias tóxicas que habían detectado en los cuerpos y que ahora sabía que procedían de estos bichos, acababan con la vida del humano en cuestión de minutos. Probablemente fueran esas mismas sustancias las que provocaba que el  cuerpo comenzara tan pronto a descomponerse, se dijo sorprendido de seguir pensado más con curiosidad que con miedo. Tal vez eso les facilitase la tarea y luego solo tuvieran que escapar antes de que el forense lavara el cuerpo, y encontrar un lugar seguro donde crecer un poco más hasta ser capaces de poner sus propios huevos y seguir reproduciéndose hasta acabar con toda la vida animal sobre la Tierra.

Cansado y ya con dificultades para seguir su propio hilo de pensamientos, y el entomólogo se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que aquel genocidio fuese imparable. Y se sorprendió pensando que al final la Madre Naturaleza había encontrado un medio determinante y cruel para castigar a sus más desagradecidos hijos.

Aquel fue su último pensamiento, poco antes de que una sustancia desconocida por los hombres comenzara a descomponer su cuerpo.

Escrito por Aránzazu Zanón





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