El punto omega

 

El punto omega 

 

Hoy es un día especial, no solo se cumplen quinientos años desde la muerte del último ser humano, sino que además desaparecerá de la faz del planeta el último metahumano. Sucederá dentro de unos minutos, cuando me arroje al vacío desde el piso 274º del edificio New Hope. Lástima que no vaya a quedar nadie para registrar la importancia de este evento histórico.

Todo comenzó en el turbulento siglo XXI, durante el cual la especie humana se vio enfrentada a un dramático dilema: o bien se sometía a una serie de cambios radicales, o bien se extinguía junto con buena parte de la biosfera planetaria. La evolución había regalado a los humanos un buen surtido de valiosas herramientas: la inteligencia, el lenguaje, la imaginación, las habilidades sociales, la solidaridad, etc. Sin embargo, también les había maldecido con oscuras imposiciones destinadas a ayudarles a sobrevivir en un entorno brutal y despiadado: la violencia, la territorialidad, el seguimiento fanático a un líder o a una idea, multitud de sesgos a la hora de percibir la realidad, y algunas otras bonitas lacras. Cuando la humanidad se convirtió en una civilización tecnológica de orden planetario, su lado oscuro no solo perdió su utilidad, si no que se convirtió en un peligro mortal. La perpetuación de sangrantes desigualdades sociales, la amenaza constante de una guerra nuclear, actos recurrentes de bioterrorismo, la destrucción sistemática de los ecosistemas, la alteración a gran escala de la composición atmosférica... todo ello acercaba más y más a los seres humanos al precipicio de la autodestrucción.

Después del Gran Colapso de 2053, la ONU, revitalizada por el enérgico liderazgo de Olga Campos, consiguió ocupar el espacio dejado por el derrumbe de las antiguas grandes potencias. Entre otras reformas de gran calado, llevó a cabo un ambicioso proyecto educativo de alcance global. La idea era tan sencilla como potente: conseguir transformar a una nueva generación de seres humanos en ciudadanos del planeta, completamente conscientes de la importancia de ser capaces de vivir en armonía, tanto entre ellos como con el resto de la biosfera. No se podían eliminar por arte de magia a los demonios de la humanidad, pero sí guardarlos en una caja y cerrar con llave.

Fue un proceso laborioso que se ejecutó con metódica energía. Con la ayuda de inteligencias artificiales, se refundieron distintas ideologías y filosofías en la receta perfecta, la formula docente que, correctamente aplicada, formaría al tipo de ser humano que una civilización global, pacífica y sostenible necesitaba.

 A fin de llevar al plan de la teoría a la práctica se emplearon todos los recursos que fueron necesarios, lo cual en ocasiones incluyó el uso de la fuerza. Ciertas culturas trataron de resistirse a que sus hijos fuesen apartados de una ancestral tradición de ignorancia, fanatismo e intolerancia, pero su oposición terminó siendo vencida por los implacables comisarios de la ONU. Estaba en juego la supervivencia de todos, lo cual justificaba someter algunos derechos individuales en beneficio de la colectividad.

El plan funcionó relativamente bien durante las siguientes dos generaciones, que disfrutaron de una boyante era de paz y prosperidad.

Por desgracia, la maldición del legado evolutivo seguía arraigada en los genes humanos, esperando el momento de volver a aflorar, de romper la cerradura y escapar de la caja. Y ese momento llegó a finales del S. XXIII, cuando el sistema solar atravesó una nube de polvo interestelar. Aquel evento provocó una caída temporal pero significativa de la luz solar recibida por la Tierra, lo cual se tradujo en un brusco cambio climático que arruinó cosechas, generó fenómenos meteorológicos extremos, redujo la productividad de las granjas fotovoltaicas, y en general provocó que la civilización se tambalease. Una especie sana y equilibrada habría podido capear aquella tormenta. La humanidad no. Desde hacía décadas habían ido apareciendo pequeñas grietas en una sociedad aparentemente perfecta; tensiones territoriales, divergencias ideológicas, incluso la aparición de nuevas religiones... Y cuando llegó la crisis, esas pequeñas grietas se transformaron en terribles fracturas. Regresaron la guerra, el hambre, el fanatismo... inesperadamente la especie humana se encontró de nuevo arrojada al hoyo. ¿Ese era su destino? ¿Un ciclo eterno de caídas y renacimientos? New Dawn decidió que no. New Dawn se trataba de un grupo formado por ingenieros biogenéticos, y su respuesta fue el transhumanismo.

Tomaron el control de una provincia de Nueva Zelanda, y, atrincherados en la ciudadela-laboratorio que construyeron allí, invirtieron todos sus recursos y talento en modificar el código genético humano, arrancando de él todas las malas hierbas evolutivas que consideraron necesarias. No contentos con ello, consiguieron implementar genéticamente un incremento en la fuerza e inteligencia, así como resistencia a todas las enfermedades conocidas. Conseguido este logro, diseñaron un virus destinado a propagar la nueva programación genética. Los adultos infectados no experimentarían cambio alguno, pero sus hijos ya no serían humanos, serían metahumanos, semidioses encargados de tomar el relevo.

El virus hizo su trabajo y en el lapso de una generación una civilización metahumana comenzó a florecer, poniendo fin al caos y al conflicto. Los últimos seres humanos que todavía se mantenían con vida, incapaces de adaptarse al cambio, fueron recluidos en centros especiales, donde fueron mantenidos bajo control hasta que, justo hace 500 años, falleció el último de ellos.

Y así, la utopía que los viejos humanos tantas veces habían soñado, se hizo realidad. Paz, abundancia, armonía, felicidad...

Mientras máquinas e inteligencias artificiales se encargaban del trabajo duro y las tareas más tediosas, los metahumanos pudieron elegir con completa libertad en qué querían invertir su tiempo y energía. Algunos se entregaron en cuerpo y alma a la práctica y disfrute de todas las artes conocidas o inventadas por ellos mismos. Otros se dedicaron a vegetar meditando sobre el sentido de la vida. Hubo también quién optó por dedicarse única y exclusivamente al placer. Por su parte, los más intrépidos y curiosos se propusieron descifrar los secretos del universo. Para ello construyeron un gigantesco telescopio que empleaba al Sol como lente gravitacional, gracias al cual pudieron escudriñar todos los rincones de nuestra galaxia y más allá.

La población metahumana menguó con rapidez, en la medida en que cada vez menos personas elegían renunciar a sí mismos en beneficio del cuidado y crianza de su progenie. Hace 100 años nos estabilizamos en la cifra de 100.000 metahumanos sobre el planeta, y solo gracias a la ayuda de incubadoras y robots-niñera, sin los cuales se habría producido una catástrofe demográfica.

Y entonces, hace 73 años, alcanzamos el punto omega. El punto omega, cuya existencia había sido vaticinada por algunos filósofos, representa el final del proyecto metahumano, la imposibilidad de seguir avanzando. Los secretos del universo y del mismo tejido de la realidad fueron finalmente revelados, dejando sin empleo a científicos y filósofos. Los artistas, superados una y mil veces tanto por sus predecesores como por las inteligencias artificiales, perdieron cualquier atisbo de motivación. Los buscadores del placer quedaron atrapados en un superorgasmo infinito del cual solo la muerte por vejez pudo liberarles. La vida se convirtió en una sucesión de días y noches colgadas sobre un infinito aleatorio y carente de sentido alguno. Las incubadoras dejaron de engendrar nuevos niños, y la tasa de suicidios se elevó alarmantemente. Algunos metahumanos se preservaron a sí mismos en cápsulas del tiempo, con la esperanza de que sus cuerpos y sus biografías pudieran ser estudiados por alguna futura civilización terrestre o extraterrestre, pero la mayoría simplemente se quitó de en medio sin demasiadas ceremonias. Yo aguanté hasta el final, registrándolo todo en calidad de antropólogo e historiador, pues tal era la misión que me había autoimpuesto, mi aliciente para seguir viviendo. Construí mi propia cápsula del tiempo, donde almacené el resultado de mi pormenorizada investigación. Ahora que solo quedo yo, mi trabajo ha concluido. El planeta seguirá girando, pero de aquí en adelante lo hará sin mí. 

 

Escrito por Iván Escudero Barragán 

 


 

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