Cuestión de tiempo

 


Cuestión de tiempo


 Felicity abrió la pesada puerta que daba acceso a "La Guarida", un garito que le encantaba visitar. El lugar tenía todo aquello que apreciaba en un lugar como aquel, ambiente ruidoso y abarrotado, música rock de los ochenta y un camarero que sabía tirar bien la cerveza.

 Se abrió paso como pudo hasta la barra y, tras conseguir capturar la atención del camarero, un tipo calvo, delgado y cuyo rostro evidenciaba una vida de excesos y un fuerte gusto por los piercings, le pidió una caña doble. Con un guiño, el hombre plantó delante de ella el frío vaso de cerveza salpicando con la espuma y lo acompañó con un cuenco de cacahuetes tostados con extra de sal, el clásico truco para provocar sed y asegurar nuevas rondas.

 Felicity apenas le había dado un par de tragos a su cerveza cuando un chico joven de barba rala, mirada descarada, chupa de cuero falta de cuidados y engominado pelo negro se sentó intencionadamente a su lado.

– No eres de por aquí, ¿verdad? – La abordó el muchacho.

– No, ni tú eres demasiado creativo iniciando una conversación – replicó Felicity.

– Los clásicos nunca fallan – respondió él encogiéndose de hombros.

– A veces sí – sentenció ella mostrando su mano derecha, en cuyo dedo anular brillaba un anillo dorado.

– ¡Ups! Vaya, siento haberte molestado, disfruta de la cerveza – dijo el joven retirándose lo más elegantemente que pudo de la escena.

 Aquella alianza de oro de 24 quilates era una de las mejores inversiones que Felicity había hecho. Servía para espantar a los pretendientes no deseados, podía venderla o empeñarla si andaba falta de efectivo o incluso utilizarla para forzar algún soborno. También iba armada con un taser, un instrumento incluso más persuasivo que el dinero o el oro, pero trataba de no recurrir a él salvo caso de emergencia.

 Había pasado la tarde deambulando ociosa por un centro comercial. Tras cenar en una hamburguesería, se había visto una película de acción en el cine y ahora le apetecía terminar la jornada saboreando un poco el espíritu de la noche. Aún le quedaban dos horas, le daba tiempo a beberse al menos otro doble de cerveza mientras disfrutaba del ambiente, y luego quizá pasearía un rato por la calle antes de regresar al punto de inserción.

 Le fascinaba la alegría y despreocupación de toda aquella gente, completamente ignorantes de su fatídico destino; nadie sospechaba que ese había sido su último día, antes de la caída del meteorito. Aquel era el punto de inserción favorito de los viajeros del tiempo. Prácticamente nada de lo que hicieses podía alterar en lo más mínimo la estructura del espacio tiempo. Ya tiroteases al presidente de los Estados Unidos o protagonizases un escándalo público mayúsculo, daba igual, en unas horas casi todas las ciudades habrían sido reducidas a cenizas y escombros en el mejor de los casos, algo en opinión de Felicity mucho mejor que la otra alternativa, el colapso y el caos. Madrid sería de los lugares afortunados que simplemente serían incinerados por la onda expansiva del impacto.

 Si la humanidad consiguió sobrevivir a ello fue gracias a todas esas personas y organizaciones lo suficientemente poderosas y precavidas como para haberse podido costear y mantener búnkeres, a los cuales corrieron a refugiarse y en los cuales aguantaron los diez años que duró el oscuro invierno que siguió a la catástrofe. Felicity y todo el resto de las personas de su época eran descendientes de ese puñado de afortunados supervivientes, un cuello de botella demográfico cuyas consecuencias habían sido muy estudiadas.

 El futuro del cual provenía Felicity (para ella el presente) era más complicado que los confortables tiempos anteriores al meteorito. La Tierra todavía no había tenido tiempo de recuperarse y se trataba de un mundo desértico, hostil, con apenas un puñado de ecosistemas de nuevo en funcionamiento. La civilización humana, mientras se restablecía, había tenido que elegir entre aferrarse precariamente a aquel planeta o probar suerte en el espacio, hasta que a alguien se le ocurrió una tercera posibilidad: viajar en el tiempo e intentar prevenir la caída del meteorito, o al menos minimizar todo lo posible el daño. La vida que llevaban a finales del siglo XXIV era tan dura y exigente que la mayor parte del mundo aceptó el riesgo de alterar la línea temporal. 

 Fue Alisia, la abuela de Felicity, la responsable de que los viajes en el tiempo abandonasen el mundo de la ciencia ficción para hacerse realidad, sin embargo, también descubrió que aquella no era la solución: el principio de protección cronológica impedía cambiar el pasado a fin de evitar una paradoja temporal. Por motivos que no estaban del todo comprendidos y que eran fruto de debate entre los científicos, la realidad estaba protegida frente a cualquiera que intentase hacer trampas. En concreto, las leyes que regían el universo permitían trasladarse únicamente a aquellos momentos y lugares en los cuales no era posible alterar el devenir del espacio-tiempo, y nunca hacia el futuro. Aquellas coordenadas permitidas eran los puntos de inserción; había un número limitado de ellos, aunque los suficientes como para viajar ampliamente a través del pasado. Y uno de esos puntos de inserción abarcaba las 7 horas anteriores a la caída del meteorito en todas aquellas zonas que iban a ser completamente arrasadas, como por ejemplo la ciudad de Madrid.

 De esta manera, aunque acotados por las leyes del universo y muy costosos desde el punto de vista energético, los viajes en el tiempo se habían convertido en una potente herramienta para arqueólogos, historiadores y… también para aquellos turistas cuyo bolsillo se pudiese permitir aquel tipo de aventuras. Felicity no solo había nacido en una familia rica, sino que el hecho de ser la nieta de la creadora de los viajes en el tiempo le otorgaba un estatus especial, de modo que al menos una vez al año conseguía reservarse una plaza para pasearse por la historia o incluso la prehistoria. 

 Empezó en la ciudad de Pompeya del año 79, dos horas antes de la erupción del Vesubio. Después se aventuró al 9 de noviembre del año 66.541.932 a.c., el último día en que los dinosaurios habían reinado sobre la Tierra. Durante una época se aficionó a la noche del 18 de abril del año 1906 en San Francisco, justo antes del devastador terremoto, y en las dos últimas ocasiones había viajado al Madrid del 27 de abril del año 2035 para saborear aquella desaparecida civilización humana. La primera vez había saqueado una tienda de chuches en el centro comercial, se había emborrachado al poco de atrincherarse en la barra de "La Guarida", había tenido sexo en los aseos con el chico del pelo engominado, y luego al salir se había involucrado en una trifulca callejera que casi le impide regresar al punto de inserción. No obstante, esta visita era distinta. Ya había probado los excesos, ahora quería simplemente estar en calma y observarlo todo de nuevo, paladear cada detalle de aquel mundo perdido, por minúsculo que fuese.

 Felicity ya estaba ahorrando y haciendo valer su influencia para agendar el viaje del año siguiente. Aún no sabía a donde y cuando iría. Podría visitar alguna otra ciudad dentro de aquel mismo punto de inserción o moverse a otra época. Había muchas opciones: Hiroshima la madrugada del 6 de agosto del año 1945 dos horas antes de la caída de la bomba atómica, el campamento improvisado que montó el último neandertal a finales del mes de octubre del año 37.533 a.c., cierto enclave de la boscosa rivera del río Podkámennaya Tunguska en la noche del 29 al 30 de junio del año 1908, etc. Mas no tenía que decidirlo en ese momento, si algo tenía Felicity era tiempo. 



Escrito por Iván Escudero Barragán





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