Una lección de civismo

 Una lección de civismo

Érase una vez una época de gran control vecinal. Por la aparición de un virus se volvió peligroso estar con otras personas, y se dictaron normas restrictivas para reducir el riesgo al mínimo. Entre estas normas estaba la de quedarse en casa.

Como muchos otros, Miguel respetaba en grado sumo tanto el peligro que suponía el virus como las normas que dictaban los gobernantes. No podía saber si la gente era obediente en sus casas, pero sí que podía observar la calle. Así que pasaba casi todo el día en su balcón, observando las idas y venidas de sus vecinos. No solo eso, sino que apuntaba y denunciaba a gritos cada transgresión que veía.

Solo se podía salir a la calle individualmente, así que cada vez que veía a dos personas juntas empezaba a gritar. También lo hacía si veía a alguien paseando o sentado en un banco. ¿Qué hacía ese en la calle, con una bolsita pequeña de farmacia? Aunque estaba permitido salir a comprar medicamentos, le había visto demasiadas veces esa semana para creerse que viniera de allí. Seguro que la bolsita era únicamente un elemento de distracción, un falso justificante para pasar el rato en aquel banco tomando el aire en lugar de quedarse en su casa como debía hacer.

¿Y ese otro? ¿Por qué andaba tan despacio? ¡Si ni siquiera llevaba bolsa de la compra! Estaba claro que había salido a tomar un poco el aire, el ritmo al que caminaba no podía en absoluto considerarse apto para ir a algún sitio, era demasiado lento para tener un propósito definido.

Así pasaba Miguel sus días, mostrando ante todo quien pudiera oírle las cosas malas que hacían en la calle. Que eran muchas y muy comunes; prácticamente no veía a nadie que a su entender cumpliera realmente con todas las normas.

Un día se fijó en que se le habían gastado las mascarillas, que eran de uso obligado tanto en la calle como en los establecimientos donde estaba permitido acudir, y decidió ir a comprar más antes de que fuera demasiado tarde.

Miguel tenía un problema en una pierna, por lo que siempre andaba muy despacio, y como el paquete de mascarillas no abultaba mucho decidió no coger la bolsa de la compra. Además, al ir a echar mano de la última mascarilla del paquete que tenía en casa junto a la puerta de entrada, vio que estaba rota y no pudo ponérsela, por lo que salió a la calle con la cara al aire. Además, al ser verano y vivir cerca de la farmacia, tras valorar la opción de ponerse una bufanda para salir la acabó desechando por las molestias que podría causarle.

En cuanto puso un pie en la calle empezó a oír gritos: «¡Insolidario! Ponte una mascarilla». «A la calle se sale a comprar, no a dar paseos». Y demás mensajes por el estilo, de toda índole y condición, como los que él mismo solía gritar todos los días desde su querido balcón.

A mitad de camino, cansado seguro por la falta de costumbre que agravaba los problemas en su pierna, se vio obligado a sentarse un momento en un banco.

—¡Imbécil! ¿Es que quieres matarnos a todos? —Escuchó poco antes de que le arrojaran encima un cubo de agua mezclada con lejía.

—¡Qué es esto! —exclamó—. ¿Por qué me atacan?

Miguel regresó a su hogar, entre gritos y lanzamientos de comida en mal estado, para darse una ducha y cambiarse de ropa.

Volvió a salir a la calle, ahora siguiendo otra ruta hacia la farmacia y, salvo el cubo con lejía, volvió a ocurrirle lo mismo. Una vez en su destino lo comentó, indignado, con el farmacéutico, que era vecino suyo y cuya primera reacción había sido darle una mascarilla para cubrirse antes de atenderle.

—¡No puedo creerlo! ¿Es que no ven que no soy capaz de actuar de otro modo? ¡Uno tiene una edad, y problemas de movilidad! —dijo al terminar su relato.

—Solo siguen tu ejemplo, Miguel —le explicó el farmacéutico—. Gritas siempre a Julián, cuya mala salud y la de su mujer le obligan a venir a la farmacia al menos dos veces a la semana. También a Ernesto, que con sus problemas de movilidad, más graves aún que los tuyos, tarda mucho tiempo en recorrer el trayecto más pequeño y necesita hacer muchas paradas en su camino. Solo te han hecho lo que haces tú siempre.

—No es lo mismo —se defendió Miguel débilmente. 

El otro no le contestó, y él regresó a casa.

La siguiente vez que salió a la calle le sucedió lo mismo, así como las siguientes, lo que finalmente le llevó a reflexionar sobre la situación.

Miguel siguió saliendo al balcón, pero dejó de increpar a la gente. Así, cuando veía por ejemplo a una pareja andando junta se fijaba en que uno de los dos tenía algún tipo de problema o era de avanzada edad y por eso, siguiendo las normas, salía a la calle acompañado. Y así hacía con cada caso que observaba y que antes consideraba el peor de los delitos.

Poco a poco se dio cuenta de que cada vez que salía a la calle le insultaban menos, hasta que ya dejaron de hacerlo.

La situación quizá durase un tiempo más pero, al igual que los niños que seguían las clases a través de Internet, él había aprendido una valiosa lección.



Escrito por Aránzazu Zanón

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